Eran
bestias sin mesura, ya desde mi infancia lo sabía. Cada piedra de la muralla de
veinticinco codos de altura merecía ser reducida a polvo, aunque parecía que
nos esperaba, insinuándose, tras el río que la delimitaba, deseosa y paciente,
casi retándonos. Viejos recuerdos me asaltaron de cuando intentamos tomar la fortaleza
por vez primera. Ruy Díaz de Vivar, ese traidor, mucho antes de sus campañas
levantinas, cabalgó junto al rey aquel día, eso nos dijeron. Supongo que la
noticia tenía la intención de infundir el valor de que entonces carecíamos. Pero
la batalla se prolongó lo que parecieron días, y no vi al caballero cuando
buenos cristianos regresaban a la tierra a cada flanco. Nos repelieron con la
facilidad con que dejaron que nos acercásemos. Entonces pensé, por primera vez,
que quizás ellos no eran tan distintos a nosotros, que quizás también tenían
algo que defender, una razón por la que luchar.
Mas
allí estábamos de nuevo, doce años después, convencidos de nuestro ánimo y
avance incansables. Ahora los que huían eran ellos.
Atacamos
después del ocaso: el asedio era algo impensable debido a la proximidad con
nuestros enemigos del sur y el noreste; la batalla, innecesaria.
A
unos pocos nos dieron orden de dirigirnos al arrabal. Fue todo tan rápido. La
secuencia era siempre la misma: una estocada entre las costillas o un tajo en
el cuello, dependiendo de la posición en que durmiesen; un grito sordo y unos
ojos desorbitados que decían todo lo que la boca no podía, y los niños —éstos
siempre los últimos, tenía que ser así—. Los perros fueron los que me
infundieron más compasión. Recuerdo ver uno entre dos callejuelas, famélico el
pobre. Destrozaba una babucha de tela, sujetándola con las dos patas delanteras
mientras me miraba con recelo. Permanecí un buen rato contemplando la escena
hasta que sentí una mano cerrándose fuertemente alrededor de mi cuello.
—Los
perros ladran.
Poco
puedo decir sobre la aljama. El hedor a sangre y a silencio incrementaban al
tiempo que irrumpía en una nueva choza. Pero lo de la Al-Mudayna era algo
distinto...
Al
acabar me dirigí hacia las murallas. Un camino de gravilla ascendía hasta las
puertas, ya abiertas. La difícil composición de tejados se insinuaba por encima
de la piedra, dos o tres minaretes destacaban entre ellos y, más arriba, en la
cima del altozano, se levantaba el Alcázar, dominante y espectador privilegiado
de nuestro ataque. Parecía flotar en medio de la bruma de la noche.
Terrible
escabechina tuvo lugar intramuros. Las calles eran un lodazal de tierra, sangre
y vino. Turbantes y túnicas desperdigadas por el suelo. Un correr constante de
soldados de allá para acá. Mujeres de tez morena ya sin honor. Hombres desnudos,
de rodillas, apaleados por las esquinas. Fuego y polvo. Nada tenía que ver con
el reposado descanso eterno de las morerías exteriores. Por mi lado pasaron
varios compañeros con lo que horas antes había compartido rancho, y me miraban
sin ver, perdido el juicio por la euforia, por la sed de venganza. Nada les
reprocho: también nosotros habíamos sufrido.
Sé
que muchos de los paganos se salvaron, perdonados por la misericordia del dios
del que habían renegado toda su vida. Ahora lo acatarían, nos ocupamos de ello.
Pude hablar con algún judío; aunque hablar sería decir demasiado: trataban más
bien de hacerse entender con señas y gestos nerviosos, pues su lengua estaba
compuesta de un indefinido número de otras muchas, y su acento era abierto y
cortante. Al final me harté. Di con uno en el suelo hasta que, aterrorizados
por los golpes que le propinaba, los otros se disiparon entre las calles.
Asaltamos
viviendas y comercios, mezquitas y sinagogas. Recobramos objetos robados años
atrás; muchos años atrás, no sabría decir cuántos. Vi orinar sobre los presos y
sus edificios paganos, y no sentí pena, no la mostré al menos.
Las
primeras luces se postergaron en un cielo de ceniza y polvo que no acababa por
disiparse, pero finalmente salió el sol. La fortaleza amanecía ya con un nombre
nuevo, más claro y preciso al entender común. Habíamos tomado en unas horas la barrera que
nos separaba de un reino entero. Los que no estuvieron cuentan que el rey
consiguió, sin saberlo, la Marca Media aquella noche. Pero no apareció hasta
altas horas de la mañana. Entraba a caballo por la Puerta de la Vega. No se
insinuó en su rostro atisbo de sonrisa. Rebajarse a la euforia de su gente era
algo impensable ahí, desde toda su envergadura. Remontó, lentamente, la colina
de la villa, y a mitad de camino se dio la vuelta. Tras de sí quedaba Castilla,
tras de sí quedaba el Alcázar, circundado por el río, erigido para vigilar en
todas direcciones —función que jamás cumplió enteramente—; delante de él, sólo
tierra mora que conquistar.
Habíamos
sido su espada y su brazo, sus ganzúas, su agilidad y su fiereza: más digna
nuestra labor de gatos que de humanos. Mas su semblante se mostraba serio,
imperturbable, clavado en algún punto de la tierra que se extendía frente a sus
ojos.
—Mira
al sur. Quiere la ciudad del Tajo.
Y
yo también lo creí durante años. Confundí su expresión con la de la avaricia.
El rey, nuestro rey, acusado de traición y fratricidio, héroe de innumerables
batallas no luchadas, amado por su pueblo y temido por los otros en que su
ambición no se había fijado aún. Pero hoy sé que no miraba a Toledo, ni
siquiera a Córdoba, ni a Tarifa. Su vista llegaba más allá del mar y se clavaba
en una sombra que viajaba por el desierto con el Corán en una mano y un
ejército a su espalda. Y sé que en ese mismo instante, Yúsuf Ibn Tashfín, emir
de los almorávides, levantó la cabeza hacia el norte; no a Marrakech, ni tampoco
a Sevilla, sino a una villa que amanecía cristiana, y a un rey castellano que
profanaba el camino al Alcázar. Y ambos se miraron.
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