domingo, 25 de septiembre de 2022

La mujer que no me mira

La mujer me mira desde todas partes. Se queda muy quieta, casi inmortal. Tiene, creo, un perfil griego, si es que eso significa algo y se parece a su perfil. De todas formas está sentada con la espalda rectísima, el mentón altivo, el pecho dibujado débilmente bajo el camisón. De pronto cruza los brazos en señal de renuncia; ha echado los hombros hacia delante y aprieta mucho los labios, como tratando de no llorar, de defenderse. Me recuerda a un torreón contra las olas, a un castillo con todas sus armas dispuestas, esperando una señal. Pero poco después se derrumba. Parece cansada, rota tras una batalla terrible, muy lejana. Con un movimiento ligero separa los brazos y los tiende en mi dirección, invitándome no sé a dónde, resignada, decidida por fin.

Es cierto que a veces no es a mí, que mira a otro. Nuestros ojos se cruzan por un instante pero yo siento su indiferencia traspasándome, hiriendo como una lanza ennegrecida. Es cierto que cuando besa, besa a otro, que ama y odia y ríe por él, que se echa la mano a la cara y quiere decir venganza, guerra, vergüenza, las cejas muy levantadas. Preciosa. Pero no es por mí. Me da miedo por eso, a veces. Me la imagino entre mis manos y le digo qué ha pasado, cuéntame. Pero le sobrepasa una furia inmensa, antigua, y quién soy yo para romper eso, para ponerme de repente en el medio de su dolor, tan torpe y diminuto frente a ella. Lo veo en sus ojos, cuando me mira y no, tan infantil que hasta me da vértigo pensar en la tormenta que desatará, que será la última.

Los días buenos es peor, cuando no entramos en ese eclipse de palabras arrojadas, de gritos de pobre vecino el que nos oiga, porque entonces se hace paso el silencio, y reina la paz, y la duda. Entonces es cuando más nos amamos, lo sabes, cuando me observas cruzada de brazos desde el balcón y piensas en cómo matarme, o en matarte tú, en cuántos metros habrá hasta el suelo. Por ahora te basta con echarme el humo a la cara, con negarme la visión de tu rostro un instante, como si me advirtieras de que te tengo que dar las gracias, de que al final has decidido que mantenernos con vida es lo más cruel, definitivamente lo mejor.

Ha crecido tanto con mirarla. Es detenerme delante de ella y saber todo de su vida, de repente, aunque duela. Recuerdo cuando sonreía sin querer, es decir cuando sonreía de verdad. Le había comprado unos pendientes nuevos y se los había dado ahí, frente al mar. Yo no, claro. El otro. Yo me tengo que conformar con el recuerdo de esa risa abierta, imaginarme qué le habría dicho para que lo atrajese hacia sí y lo besara, qué más da si se perdían el atardecer, el rayo verde que jamás habían visto pero hoy sí, te lo prometo, hoy es diferente, hoy estamos solos tú y yo.

Además eso no es verdad, aunque lo sea, aunque quiera con todas mis fuerzas que lo sea. Porque al final yo siempre estoy ahí, les dibujo a través del espejo lo quieran o no, les imagino para su pesar a los dos. Pero sobre todo a ella. Porque en el fondo creo que es así, que todo esto habla mucho más de la mujer que mira.

Si no por qué me invitaría a entrar en su dormitorio, a contemplarla justo cuando se está ajustando el corsé, se lo aprieta demasiado, como si quisiera decirme algo, castigando a quién. Si no por qué la noto rodeándome la cintura, susurrándome al oído písale, por lo que más quieras písale hasta que se te caigan las manos y los pies y la ciudad ya no se vea y no exista y no haya existido jamás. Por qué me esperaría siempre en el mismo café, siempre la misma noche. Por qué me dio a luz y me arrulla, y me duermo.

 

La mujer temblaba esta mañana. He pasado por su lado y lo he sentido, casi como un puñal de hielo. Hay veces en que la mujer parece muchas mujeres. Hoy estaban todas heladas. Suelo agachar la cabeza y decirles que esperen; ellas lo entienden, este lugar está repleto y además hay tantos hombres y mujeres con los que hablar. Han aprendido a ser pacientes, y se lo agradezco. Pero no he podido evitarlo. Las he llamado y estaban como idas, terriblemente asustadas. Normalmente me cuentan historias increíbles, secretos enormes, alguna verdad. Empiezan a hablar como si les fuera la vida en ello y se detienen sólo para aclararse la garganta y suspirar. Hoy callaban. De pronto, me han parecido vacías. Ninguna me miraba. Habían olvidado sus amores y sus derrotas, los nombres y los recuerdos que las imagino. Han tardado, pero al final me han confesado que estaban buscando a alguien. Al otro, claro, cómo no. Han asentido, muy graves. Me han dicho que yo también temblaba. La mujer es demasiadas mujeres. Esperan que diga, que invente algo como siempre. Me he encogido de hombros y he balbuceado que tenemos que seguir. Sé que no las he convencido, pero es lo que hay. Han vuelto al lugar repleto, seguro que odiándome. No las culpo. Allí, entre tanta gente, entre tanta imagen, vuelven a ser una sola. La mujer que tiembla, que busca a Javier.


martes, 15 de marzo de 2022

El italiano, de Pérez-Reverte

Leo El italiano y no me sorprendo. Con un estilo depurado de viejo marinero, Pérez-Reverte nos cuenta la misma historia de siempre, sólo que en un lugar y un tiempo distintos. La historia de hombres duros en momentos duros, de mujeres con aún más huevos que ellos, del significado de la palabra patriotismo, de la hermandad…

La novela nos sitúa en mitad de la Segunda Guerra Mundial; localización, la frontera entre Gibraltar y La Línea. El grupo Orsa Maggiore, compuesto por buzos de toda Italia, sabotea barcos enemigos en la bahía de Algeciras, operando en las noches más oscuras. Tras un accidente en una de estas misiones, el joven Teseo Lombardo es encontrado inconsciente por Elena —o Penélope—, una librera que vive cerca de la playa. A partir de entonces la mujer quedará enamorada de él, y tras repasar su trágico pasado decide ayudarlo, convirtiéndose entonces en una suerte de informante con las autoridades británicas siempre tras sus pasos.

Hasta aquí, bien. El libro, de casi cuatrocientas páginas, pretende rescatar este episodio de retaguardia que, aunque influyente en el desarrollo de los acontecimientos, no es muy conocido; y, de paso, limpiar un poco el mal nombre de los italianos que combatieron, alegando que en todos los bandos había gente capaz, solo es cuestión de buscar bajo el agua.

Sin embargo, mientras lo voy leyendo tengo la sensación de que Pérez-Reverte anda un poco perdido, al menos durante la primera mitad de la novela. Quizás por eso mete a presión los episodios metaliterarios y de investigación, en los que el narrador —en una entrevista el escritor negó que se tratase de él mismo— nos cuenta cómo reunió el material para escribir la historia, qué libros había consultado y con quién había mantenido conversaciones acerca de los acontecimientos de aquellos días. Si bien es cierto que la documentación es impecable —de hecho esta es una de las razones por la que me gustan tanto sus novelas, porque suele mezclar a la perfección realidad con ficción—, estas páginas resultan un poco pesadas.

Además, hay otra cosa que me chirría. La historia de amor entre los protagonistas. Por mucho que en la portada nos lo vendan como el tema principal, y pese a los esfuerzos de Pérez-Reverte por compararla con el amor de los héroes clásicos, no me acaba de convencer. Es lenta y muy forzada su relación; igual sea eso por lo que en los episodios dedicados a ella, los diálogos estén interrumpidos continuamente por descripciones que nada aclaran ni nada añaden, es decir, por pausas superfluas.

Estas dos cosas son las que me hacen pensar que la historia que el novelista nos quiere contar no da para tanto. Tiene más oficio que fuerza. O al menos, como ya he dicho, durante la primera mitad, pues durante la segunda mucho de lo que entorpece el texto —sobre todo los fragmentos metaliterarios— desaparece, dejando paso a la trama en sí.

Pese a todo, El italiano es una buena novela, y deja de contar. Se nota unas manos curtidas en esto de escribir y navegar. La narrativa del escritor, por cada libro que pasa, se va volviendo más eficaz y más cercana al cine. Me gustaría destacar tres cosas: las primeras dos, los personajes de Squarcialupo y Campello; la tercera, la última salida de los hombres de la Reggia Marina, simplemente sublime.

Arturo Pérez-Reverte deja claro —otra vez— que nadie es tan bueno ni nadie tan malo, que a él le van las personas duras, las que se sacrifican por una causa verdadera y no por ideales vagos o impuestos. Las que hacen ruido sin hablar muy alto. Una novela con sus más y sus menos, a la que le cuesta arrancar pero que poco a poco va enganchando. Hay amor, hay guerra, hay mar y hay thriller.

Prefiero sus dos anteriores, Sidi y Línea de fuego, pero he pasado un buen rato.

jueves, 27 de enero de 2022

Un favor

Los golpes sonaron contundentes, demasiado fuertes para que los hubieran dado los niños, que tenían la costumbre de picar un par de veces y salir escopetados calle abajo. El cura se aproximó a la entrada de la abadía y abrió el portón de roble con timidez.

Abel, el profesor del pueblo, cayó a sus pies. Estaba empapado de sudor y su respiración era entrecortada. Cuando levantó la cabeza, el cura vio la desesperación en sus ojos.

—¡Insensato! ¿Qué haces aquí?

Al maestro le costó un rato articular palabra.

—Vengo a hablar con usted, padre.

—¿Es que te has vuelto loco?

—Sólo serán dos minutos. Luego me iré, se lo prometo.

Se puso en pie y, con el andar de un animal herido, se acercó a uno de los bancos para dejarse caer, exhausto. El cura le miraba con recelo y temor.

—Tú dirás.

—Esto se ha ido de las manos, padre. ¿No le parece?

—A mí no me parece ni me deja de parecer nada.

—Perdone, pero no me lo creo.

—¿A qué has venido?

—No me lo creo padre, sé cómo es usted.

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo soy?

—Buena persona.

La risa del cura rompió la silenciosa paz de la abadía.

—Te agradezco el cumplido, pero no veo qué tiene eso que ver.

—Tiene mucho que ver. Ayer le vi enfrentándose a ellos, cuando lo del Rafa.

—¿Y?

—Que también usted piensa que esto está mal.

—Yo aquí…

—Ni pincha ni corta. Ya lo sé, padre, pero reconozca que es una locura.

—Vi nacer al Rafa. Lo crie. Lo casé. Él jamás levantó un dedo contra nadie.

—Y aun así lo mataron, delante de todos.

—Sí, aun así lo mataron…

El cura bajó la vista. Su voz era un murmullo.

—He venido a que me haga un favor, nada más.

—¿Un favor? Hazte un favor a ti mismo y entrégate, hijo. Si no va a ser peor.

—Sabe que no voy a hacer eso.

—¿Entonces?

—Vengo a pedirle que, por lo que más quiera, eduque bien a esos rapaces.

—¿Cómo?

—Ya me ha oído.

—¡Que los eduque bien! ¿No es lo que llevaba haciendo toda mi vida hasta que tú llegaste y me quitaste del medio?

—Yo no le quité del medio, padre. Ya sabe cómo son las cosas, yo tampoco pincho ni corto en estos temas. Me enviaron aquí con un paquete de libros y una carta. No es mi culpa.

—¿Acaso ahora es la mía? ¿Es mi culpa?

—No, claro que no. Pero usted es el único que puede hacer algo por ellos. Soy consciente de lo mucho que le quieren esos niños. Cada día, en clase, me lo recuerdan.

El cura, tras escucharlo, miró al profesor con sorpresa.

—¿De verdad?

—Claro que sí. Dicen que era usted un poco duro en el aula, pero que en el fondo tiene un buen corazón. Creo que alguno sigue siendo monaguillo suyo, ¿no?

El otro asiente.

—Antes de empezar la misa, cuando se están vistiendo, hablan maravillas de ti. Que les enseñas las cuatro reglas de una manera divertida, que les haces escribir historias, que algunas veces dais la lección en el campo… Yo, al principio, no aprobaba esos métodos, y con el tiempo me he dado cuenta de que era por envidia.

—Lo entiendo, padre.

—No me imaginaba que siguieran acordándose de mí.

—Todos le quieren y le respetan, téngalo claro. Y yo también. Muchísimo. Por eso le ruego que los enseñe bien. Esos niños son mi vida.

—Y la mía, hijo, y la mía… ¿Qué quieres que haga?

—Quiero que les enseñe la palabra libertad, nada más que eso. Que les enseñe a pensar por ellos mismos, que les guie por el camino correcto. No tardarán en ponerle de nuevo como maestro y, tal y como están las cosas, lo que le pido no le va a resultar tarea fácil.

—Sólo soy un cura…

—Todo el pueblo le tiene cariño. Nadie dudará un segundo de usted.

—A ti también te quieren, desde el primer día que llegaste.

—A mí me odiarán en cuanto cruce esa puerta, ya han empezado a hacerlo. Y no les culpo. Por eso acudo a usted. Es el único que puede salvar a esos rapaces de la ignorancia y el odio, lo cual viene siendo lo mismo.

—Me sorprende que hables en términos cristianos tú, que ni siquiera crees en Dios.

La sonrisa en los labios de Abel es triste.

—Sí que creo en Dios.

—¿Lo dices en serio?

—Con todo mi corazón.

—¿Y cómo es que en los cinco años que llevas aquí no has acudido ni un solo domingo a misa?

—Hay cosas difíciles de explicar.

Se hace un silencio entre los dos. Al poco, el joven profesor se levanta del banco y se coloca bien la chaqueta. El cura se acerca al portón, consciente de que aquella reunión debe llegar a su fin.

—Tengo miedo, padre.

El otro no sabe qué contestar. También él está aterrado.

—Evita el ayuntamiento, será mejor que salgas por donde los huertos.

—Yo sólo quería educar a esos chicos, nada más…

—Ya lo sé.

Antes de que el cura abra, Abel le mira.

—Me gustaría pedirle un último favor.

—Lo que sea, hijo, lo que sea.

—Quisiera confesarme.

—Hijo…

El domingo siguiente, casi todo el pueblo acudió al sermón. El señor cura habló de la patria, de la familia, de la unión… Pero sobre todo habló de la libertad. Algunos, al oírlo, no pudieron evitar pensar en el maestro Abel, a quien nadie había vuelto a ver.

miércoles, 5 de enero de 2022

IMPACTO

El copiloto dormitaba hasta que se escuchó el ruido. La cabina tembló bruscamente. No fueron más de un par de segundos, pero bastó para que el capitán y él se mirasen fijamente, con el rostro desencajado. Ninguno habló. La palabra que ambos tenían en la punta de la lengua era casi una blasfemia en la jerga, tenía una resonancia a maldición: impacto.

De pronto, tras el ventanal frente a ellos, una sombra cruzó el cielo nocturno. Era un cuerpo enorme y alargado que parecía unirse por el final a una especie de compartimento más grande y robusto. Su trayectoria era descendente, parecía caer en picado. Y antes de que se perdiese en el denso mar de nubes que los focos del avión apenas conseguían arañar, la luz lo iluminó lo suficiente para que los dos pilotos lo distinguieran.

—¡Hemos atropellado al gordo! —gritó el copiloto.

El capitán no daba crédito. Cuando por fin reaccionó no lo hizo como se esperaría de alguien que lleva veinte años en el oficio. Con movimientos nerviosos se puso a tocar todos los botones de la cabina de mando al azar, como si con aquello consiguiese ordenar sus pensamientos. Luego levantó una de sus manazas y se la pasó por la cara. También él había estado a punto de dormirse momentos antes. Era un vuelo comercial de hora y media, no se esperaban sobresaltos.

—Eso no es posible —se limitó a comentar.

Su compañero se levantó y empezó a dar vueltas por la estancia.

—Lo has visto tan bien como yo, ¿o no?

—No…, no sé lo que he visto.

El copiloto emitió una carcajada.

—Venga, hombre, no me seas ingenuo. Nos hemos cargado al gordo.

—Deja de llamarle gordo —exclamó el capitán, irritado—. ¿Por qué le llamas así?

A toda respuesta, el otro se encogió de hombros. Entonces sonó un pequeño teléfono que el capitán tenía a mano izquierda. Lo cogió y se puso a hablar con el personal del vuelo. Poco después colgó, masculló algo y se dirigió al copiloto.

—La gente está muy nerviosa.

—Lo que faltaba, macho —dijo el otro mirando a la puerta de la cabina como si pudiese ver a los pasajeros tras ella—. Tenía que pasar algo esta noche. Si es que se veía venir, hombre, se veía venir… Mira que se lo hemos dicho veces, ¿eh? Pero nada, él todo risas y alegría y felices fiestas. ¡Pues ala!

—¡No sabemos si ha sido él! —el capitán dijo la última palabra con cierto temor.

—¿Quieres dejar eso ya? Sabes perfectamente que sí.

—Pero… es imposible —musitó—. Está informado de todas las rutas de tránsito.

—Igual se ha perdido, con tanta niebla —aventuró el copiloto—. Vete a saber. Yo sólo digo que se piensa que el cielo es suyo, y no, las cosas no son así. Estaba claro que algún día le iba a pasar algo. Lo malo es que nos haya tocado a nosotros. ¿Tú sabes el papeleo que vamos a tener que rellenar?

El capitán se hacía una idea. Hubo un mutis, y el copiloto aprovechó para volver a su asiento. Tras abrocharse el cinturón, se acomodó como buenamente pudo y cerró los ojos.

—¡¿Qué estás haciendo?! —le gritó el capitán.

El otro dio un respingo.

—¿Hmm?

—¿Acabamos de cargarnos la Navidad y te quedas tan pancho?

—Mira, lo siento, pero no sé qué más podemos hacer. Yo sólo quiero llegar a mi casa y echarme en la cama.

—Echarse en la cama —repitió el capitán, incrédulo—. ¡Si estamos a veinticuatro de diciembre!

—Bueno, ¿y qué?

—Pues que en Navidad se cena con la familia. ¿Tú no?

El copiloto hizo un gesto ambiguo con la mano.

—Hace años que no hablo con ellos.

—Vaya, lo siento… —se disculpó el capitán, de pronto avergonzado. Habían coincidido en decenas de vuelos su compañero y él, sobre todo en aquella ruta, pero la conversación nunca pasaba de meras formalidades. No se solía hablar de temas personales en aquel oficio.

—Bah, no tiene importancia.

El copiloto parecía querer dejar la conversación ahí, pero el capitán no iba a permitir que se durmiese. Entonces le asaltó el malestar. Poco a poco, empezaba a ver claramente las consecuencias de lo que acababa de ocurrir.

—Dios mío, ¿qué le vamos a decir a los pasajeros? ¿Y a control? ¿Y al mundo? ¿Cómo le decimos al maldito mundo que hemos matado a...?

—¿Tienes hijos? —le cortó de pronto el otro, todavía recostado en su asiento.

—Sí. Dos niñas.

—Pobre —comentó el copiloto—. Pues empieza por ahí, qué les vas a decir a ellas. 

En ese momento inundó la cabina un ruido ensordecedor, mucho más agudo que el anterior. Ambos se agarraron a sus cinturones, preparados para otro posible impacto. No se produjo, sin embargo, ningún golpe, y cuando el sonido se apagó oyeron claramente los gritos de los pasajeros, al otro lado de la puerta. El teléfono del capitán sonó por segunda vez. Pulsó un botón para activar el manos libres.

—Aquí el capitán.

—¡Señor, señor! —dijo una de las azafatas—. Ha sido maravilloso. ¡Oh, feliz Navidad!

—A ver, tranquilízate —aconsejó el capitán, aunque su voz temblaba mucho más que la de la chica—. ¿Qué sucede?

—¡Cómo! ¿No lo han visto? Ha pasado por debajo del avión. ¡Ha pasado! La gente está eufórica de la alegría. ¡Feliz Navidad!

—¿Quién ha pasado?

—¡Papá Noel! Ha pasado rapidísimo con su trineo. Me encanta este trabajo. ¡Feliz Navidad!

El capitán colgó y dio un largo suspiro de alivio antes de mirar a su compañero. Éste había cerrado los ojos. En su rostro se intuía una expresión de fastidio.

—Encima ahora se chulea, el gordo —gruñó—. Bueno, papeleo que nos ahorramos.

Luego no dijo nada más.

martes, 5 de octubre de 2021

AMANECER #MostolesNegra

 Lo que está claro es que esas cosas pasan pero no a ti, no a la persona que amas. Desde algún punto la tienes que observar y es desde la puerta, igual entrar la despertaría, igual dar un paso más te confirmaría el silencio, no del que duerme sino del que ya no está ahí. Eso no es lo tuyo, no recuerdas si al levantarte respiraba o no, el cuerpo que te daba la espalda, el cuerpo que anoche reía y jadeaba y decía te quiero, ahora inmóvil y tan borroso. Pero cómo te vas a acordar si eso era lo suyo, velarte en tus últimos minutos de sueño y no al revés, tu nunca te despertaste primero. Puede que también dudase si tocarte, si interrumpir su guardia y tu sueño para asegurarse y sonreír. No lo sabes. Esas cosas pasan y es tan raro y van tantas horas ya.


#MostolesNegra

jueves, 30 de septiembre de 2021

MAYRIT, 1083

Eran bestias sin mesura, ya desde mi infancia lo sabía. Cada piedra de la muralla de veinticinco codos de altura merecía ser reducida a polvo, aunque parecía que nos esperaba, insinuándose, tras el río que la delimitaba, deseosa y paciente, casi retándonos. Viejos recuerdos me asaltaron de cuando intentamos tomar la fortaleza por vez primera. Ruy Díaz de Vivar, ese traidor, mucho antes de sus campañas levantinas, cabalgó junto al rey aquel día, eso nos dijeron. Supongo que la noticia tenía la intención de infundir el valor de que entonces carecíamos. Pero la batalla se prolongó lo que parecieron días, y no vi al caballero cuando buenos cristianos regresaban a la tierra a cada flanco. Nos repelieron con la facilidad con que dejaron que nos acercásemos. Entonces pensé, por primera vez, que quizás ellos no eran tan distintos a nosotros, que quizás también tenían algo que defender, una razón por la que luchar.

Mas allí estábamos de nuevo, doce años después, convencidos de nuestro ánimo y avance incansables. Ahora los que huían eran ellos.

Atacamos después del ocaso: el asedio era algo impensable debido a la proximidad con nuestros enemigos del sur y el noreste; la batalla, innecesaria.

A unos pocos nos dieron orden de dirigirnos al arrabal. Fue todo tan rápido. La secuencia era siempre la misma: una estocada entre las costillas o un tajo en el cuello, dependiendo de la posición en que durmiesen; un grito sordo y unos ojos desorbitados que decían todo lo que la boca no podía, y los niños —éstos siempre los últimos, tenía que ser así—. Los perros fueron los que me infundieron más compasión. Recuerdo ver uno entre dos callejuelas, famélico el pobre. Destrozaba una babucha de tela, sujetándola con las dos patas delanteras mientras me miraba con recelo. Permanecí un buen rato contemplando la escena hasta que sentí una mano cerrándose fuertemente alrededor de mi cuello.

—Los perros ladran.

Poco puedo decir sobre la aljama. El hedor a sangre y a silencio incrementaban al tiempo que irrumpía en una nueva choza. Pero lo de la Al-Mudayna era algo distinto...

Al acabar me dirigí hacia las murallas. Un camino de gravilla ascendía hasta las puertas, ya abiertas. La difícil composición de tejados se insinuaba por encima de la piedra, dos o tres minaretes destacaban entre ellos y, más arriba, en la cima del altozano, se levantaba el Alcázar, dominante y espectador privilegiado de nuestro ataque. Parecía flotar en medio de la bruma de la noche.

Terrible escabechina tuvo lugar intramuros. Las calles eran un lodazal de tierra, sangre y vino. Turbantes y túnicas desperdigadas por el suelo. Un correr constante de soldados de allá para acá. Mujeres de tez morena ya sin honor. Hombres desnudos, de rodillas, apaleados por las esquinas. Fuego y polvo. Nada tenía que ver con el reposado descanso eterno de las morerías exteriores. Por mi lado pasaron varios compañeros con lo que horas antes había compartido rancho, y me miraban sin ver, perdido el juicio por la euforia, por la sed de venganza. Nada les reprocho: también nosotros habíamos sufrido.

Sé que muchos de los paganos se salvaron, perdonados por la misericordia del dios del que habían renegado toda su vida. Ahora lo acatarían, nos ocupamos de ello. Pude hablar con algún judío; aunque hablar sería decir demasiado: trataban más bien de hacerse entender con señas y gestos nerviosos, pues su lengua estaba compuesta de un indefinido número de otras muchas, y su acento era abierto y cortante. Al final me harté. Di con uno en el suelo hasta que, aterrorizados por los golpes que le propinaba, los otros se disiparon entre las calles.

Asaltamos viviendas y comercios, mezquitas y sinagogas. Recobramos objetos robados años atrás; muchos años atrás, no sabría decir cuántos. Vi orinar sobre los presos y sus edificios paganos, y no sentí pena, no la mostré al menos.

Las primeras luces se postergaron en un cielo de ceniza y polvo que no acababa por disiparse, pero finalmente salió el sol. La fortaleza amanecía ya con un nombre nuevo, más claro y preciso al entender común.  Habíamos tomado en unas horas la barrera que nos separaba de un reino entero. Los que no estuvieron cuentan que el rey consiguió, sin saberlo, la Marca Media aquella noche. Pero no apareció hasta altas horas de la mañana. Entraba a caballo por la Puerta de la Vega. No se insinuó en su rostro atisbo de sonrisa. Rebajarse a la euforia de su gente era algo impensable ahí, desde toda su envergadura. Remontó, lentamente, la colina de la villa, y a mitad de camino se dio la vuelta. Tras de sí quedaba Castilla, tras de sí quedaba el Alcázar, circundado por el río, erigido para vigilar en todas direcciones —función que jamás cumplió enteramente—; delante de él, sólo tierra mora que conquistar.

Habíamos sido su espada y su brazo, sus ganzúas, su agilidad y su fiereza: más digna nuestra labor de gatos que de humanos. Mas su semblante se mostraba serio, imperturbable, clavado en algún punto de la tierra que se extendía frente a sus ojos.

—Mira al sur. Quiere la ciudad del Tajo.

Y yo también lo creí durante años. Confundí su expresión con la de la avaricia. El rey, nuestro rey, acusado de traición y fratricidio, héroe de innumerables batallas no luchadas, amado por su pueblo y temido por los otros en que su ambición no se había fijado aún. Pero hoy sé que no miraba a Toledo, ni siquiera a Córdoba, ni a Tarifa. Su vista llegaba más allá del mar y se clavaba en una sombra que viajaba por el desierto con el Corán en una mano y un ejército a su espalda. Y sé que en ese mismo instante, Yúsuf Ibn Tashfín, emir de los almorávides, levantó la cabeza hacia el norte; no a Marrakech, ni tampoco a Sevilla, sino a una villa que amanecía cristiana, y a un rey castellano que profanaba el camino al Alcázar. Y ambos se miraron.

martes, 19 de enero de 2021

Seguir

Cuando entró en nuestra clase supe que algo fallaba. O que, quizás, lo que había fallado era todo lo demás; lo que hubo antes y habría después. Los hermanos mayores ya nos habían avisado: es el mejor profesor del colegio. Y sólo nos lo creímos a medias, como buenos rapaces de primero de la ESO que éramos. Cuando entró, miré a mi alrededor. Veintipico espaldas rectas, todas las cabezas en dirección a la pizarra, y él no había dado ni una voz, se lo juro, ni una palabra. Pero ahí estábamos nosotros, dispuestos, por primera vez, a escuchar.

Entró Mariano Díaz con sus gafas de aumento y su camisa a cuadros, con el maletín bajo el brazo y el andar lento. Frisaba los cincuenta como el buen hidalgo que era y, lanza en ristre, irrumpió en nuestras vidas a lomos de un rocín flaco, como lo era nuestra pobre educación. Sin embargo, cuando miró al horizonte no vio desorden o indiferencia, sino un sinfín de oportunidades de aventura.

Así nos lo comunicó tratándonos de usted, explicándonos que para intervenir en su clase no hacía falta levantar la mano, sólo buenos modales; y que si no sabías que decir, prefería mil veces que pensases en silencio —tenemos todo el tiempo del mundo para hablar bien, decía—, antes de proferir ese recurridísimo «eeeeeh» que era, a su entender, la mayor bajeza de nuestro lenguaje.

El primer día, en pocas y sencillas palabras —pues lo bueno, si breve, dos veces bueno—, nos enseñó el significado de respeto y dignidad; también el de realidad y ficción, dos mundos que a nuestra edad fácilmente se confundían. Mariano nos enseñó que no había nada de malo en aquella equivocación, porque las más de las veces ambos términos eran el mismo, y los únicos locos eran quienes no lo veían. Y si no, que se lo preguntasen a un tal Alonso Quijano.

Se fue, pues, aquel primer día, y tuve la sensación, al igual que el resto de mis compañeros, de que había empezado a crecer.

Desde entonces y durante los dos cursos que nos dio clase, lo único que hacíamos muchos era esperar la hora diaria de Lengua y Literatura. El bueno de Mariano nos podía estar enseñando sintaxis así como podía pasarse cincuenta minutos seguidos encadenando versos de Neruda o hablando de las inclemencias del tiempo. Daba igual; sus clases eran un bálsamo, un lugar donde escapar de la rapidez con que se sucedían las cosas en esa época.

Cuando copiábamos un dictado o hacíamos un examen, de repente desaparecía. Al poco le escuchabas en el pasillo, tantos metros más allá, hablando alegremente con cualquier persona. Después volvía y seguía dictando.

Si en otra clase el profesor te castigaba —lo que en mi caso sucedía una vez a la semana—, podías tener suerte y pillarle en una de sus escapaditas.

—¿Qué hace ahí fuera, señor Requeta?

—Pues no lo sé, Mariano —respondía encogiéndome de hombros—. No he hecho nada.

Entonces se acercaba con sonrisa cómplice, manos a la espalda y mirada inquisitiva, con sus ojos enormes por los lentes.

—Bueno, puede que haya estado hablando… Pero un poco.

—En ese caso —decía mientras regresaba a su clase—, pase, pase. ¿O es que quiere quedarse sin aprender nada?

Eran los tiempos en que yo, sin vocación alguna y porque sí, me empezaba a dar a la escritura. Por aquel entonces componía sonetos en quince minutos, quizá en diez si estaba inspirado, redactaba ensayos sobre los recovecos del amor, basados todos en mis (nulas) experiencias en la empresa, y soñaba despierto con la novela de quinientas páginas que escribiría el próximo día.

Mariano nos anunció que se había convocado un certamen literario en Madrid. Llevaría con él a dos alumnos del curso para participar, los dos que escribiesen el mejor relato. Cuando cada uno entregó el suyo, tan seguro estaba yo de salir escogido que ya planeaba cómo invertir lo que sería el primer premio de mi próspera y larga carrera.

Imagínense el chaco que se llevó aquel chico de trece años cuando su profesor favorito, Mariano Díaz, el que sin duda reconocería su talento, no dijo su nombre entre los seleccionados. Vio el fracaso por primera vez, vio rabia, vio un camino truncado; repasó sus textos y no encontró nada que interesase, nada que salvar entre aquellas palabras que nada significaban. Pero sobre todo se sintió traicionado.

Lo busqué a última hora y le pregunté, cabeza gacha y a media voz, qué fallaba. Por qué no me había escogido a mí. Mariano, aunque seguramente estaba deseando marcharse a descansar, buscó mi relato entre el montón, me invitó a sentarme a su lado y lo leyó detenidamente un par de veces. Después levantó la cabeza, cogió un boli y me dijo que le prestase atención.

Pasamos la siguiente hora analizando cada frase, su estructura, su significado. De cuando en cuando se levantaba y daba vueltas por el aula, lanzándome preguntas sobre el tema que trataba en el relato. Yo le respondía como buenamente podía, cada vez más convencido de que mis aspiraciones literarias eran un estupidez. Al fin me levanté dispuesto a irme, derrotado, cuando me dijo:

—Requeta, escriba hoy, mañana, pasado y al siguiente. La semana que viene tráigame un nuevo relato. Lo corregiremos juntos.

Algún tiempo después, en mi último año en aquel colegio, me lo encontré en la pasarela de entrada. Mariano se apostaba allí cada mañana, antes de que el timbre sonase, y saludaba a todo el que pasaba con su ya mítico «Buenas noches».

Me indicó con señas que me acercase. Hacía dos años que no me daba clase, dos años desde que yo le entregara mi último texto. Me preguntó si seguía escribiendo. Le respondí que sí. Pareció satisfecho.

—No se olvide de mí cuando sea famoso, ¿eh?

Me alejé de él y de sus lecciones, de aquel mundo de realidad y ficción. Aún hoy sigo intentándolo. Merecerle. Llamarle.

#MiMejorMaestro, enero de 2021


lunes, 4 de enero de 2021

Los cansados ojos

Don Marcelo se imaginaba que seguíamos siendo unos críos. Aún lo recuerdo en su sofá inmenso, con la copita de ojén para abrir boca, contándonos lo que sucedió aquellas Navidades como si de una guerra mundial se tratase. Claro que nadie le creía.

La casa del pueblo se situaba a apenas dos pasos del caño, o, como él lo llamaba, el mentidero oficial. Era ésta un edificio de una planta, semioculta entre dos casas más grandes, con patio interior y jardín a la entrada que, por aquellas fechas, no tenía rincón que no estuviese cubierto de nieve. Como cada año, don Marcelo nos esperaba en la puerta con su habitual sonrisa ladeada, con las zapatillas de estar por casa, los calcetines de lana con estampados de frutas y el gorro de Papá Noel cayéndole sobre la oreja derecha.

Así era don Marcelo.

Tras los obligados saludos, los mayores nos daban permiso, a mis primos y a mí, para corretear por la casa. Jugábamos a los piratas, a escondernos en las habitaciones que se mantenían cerradas y a dispararnos con el dedo; también a hacer muñecos de nieve en el patio, ya que las semanas anteriores no se limpiaba para que hubiese varios centímetros de nieve.

Extasiados, hambrientos, llegaba la hora de entrar al salón y descansar antes de la comida. La pieza tiraba, en gran medida, a anticuada, con su televisor, grande y curvo, que tanto gustaba otrora, con su rúter que ya no servía a nuestros dispositivos pero que el anciano se resistía a cambiar, con sus decenas de libros y revistas en las estanterías; y es que sólo había que mirar a don Marcelo para comprender que aquel lugar había quedado estancado en el pasado. Ya he dicho que él estaba siempre sentado en un gran sillón, y daba la impresión de que en cualquier momento le iba a engullir. Mientras los mayores disponían la mesa y preparaban la comida, no teníamos más remedio que escucharlo. Entonces sonreía. Y empezaba a hablar sobre aquellas Navidades.

Se inclinaba hacia nosotros y nos preguntaba si conocíamos la historia, lo que pasó. Aunque respondíamos que cada año la escuchábamos, él la contaba de todos modos. Como digo, se pensaba que seguíamos siendo unos críos, que nos seguía asustando con lo de que los romanos de Herodes querían matarlo, a él y a todos. Que la humanidad estuvo al borde de la extinción, decía. Que les obligaban a separarse y les prohibían besarse. Que los soldados, si te cogían, hacían los imposible porque no respirases, porque jamás saboreases otra comida ni vieses a tus seres queridos. Que les tuvieron encerrados tres meses en casa, pues la calle era un polvorín; que les impusieron normas, fases, restricciones, suspendieron fiestas y risas. Que los políticos mentían, ¡mentían!, con su mejor sonrisa, y al llegar a casa se tiraban de los pelos, sin saber cómo solucionar aquel golpe de estado. Les dijeron que si no llevabas mascarilla eras un apestado, y lo peor de todo es que tenían razón. Entonces don Marcelo señalaba al nacimiento, y nos explicaba que durante aquellos años puso papelitos, simulando dichas mascarillas, a cada pastor y mercader; a José, María y el niño, no, porque eran convivientes. Ése era el único instante en que se permitía una leve carcajada. Después volvía a encerrarse en su sonrisa enigmática.

En el pueblo había muerto mucha gente, contaba apesadumbrado. La mayoría. Por aquel entonces no te podías fiar de nadie, ni nadie se podía fiar de ti: los romanos de Herodes se ocuparon de ello. Decía que durante mucho tiempo le estuvieron persiguiendo, y se había escapado siempre por los pelos. Caían a su alrededor amigos y vecinos, le acorralaban un poco más cada día. Fue cuestión de tiempo que le cogieran a él también.

—Los soldados vinieron una mañana como ésta. Y supe que era Navidad.

Don Marcelo, que nunca se habría rendido aun estando ya muerto, luchó. Vaya que si luché, aseguraba con la voz cogida.

—Finalmente me dejaron en paz. Pero a qué precio…

En ese momento los mayores anunciaban que la mesa estaba lista, y los primos y yo corríamos a sentarnos. Él se quedaba un rato más en el sillón, ensimismado en sus batallitas, en por qué no nos había arrancado ni un suspiro —no nos culpen, habíamos crecido—. Al poco venía y se olvidaba, o eso daba a entender.

Cuando caía la tarde, un par de horas antes del anochecer, salíamos a pasear por el pueblo, prácticamente desierto. Nos guiábamos por don Marcelo, que con pasitos cortos y alegres caminaba por el caño, el Rincón, la lechera, la pista de fútbol y, por último, el cementerio.

Allí, los mayores nos hacían detenernos. El anciano, tras volver tímidamente la cabeza hacia nosotros, se adentraba en el camposanto de paredes desconchadas y verja chirriante. Yo lo veía alejarse, con el amarillento pompón del gorro navideño meciéndose al son de su pasos, con los hombros echados hacia delante y la espalda encogida.

Recuerdo que uno de aquellos años corrí hacia él, sin escuchar las reprimendas a mi espalda. Al llegar a su lado le cogí de la mano. Él no pareció sorprendido, como si estuviera esperando aquello. Se agachó y me dijo al oído:

—Sabía que tú me creerías.

No le entendí hasta llegar a la tumba. Entonces no me hizo falta ni preguntar. La última Navidad de don Marcelo estaba allí. La derrota detrás de cada victoria. Le miré de refilón y vi los cansados ojos del que ha vivido una (demasiada) guerra, la sonrisa enigmática que encerraba miles de cuentos.

De vuelta en casa, nos reunió a mis primos y a mí, y nos preguntó qué historia queríamos escuchar ahora. Siempre nevaba en ese pueblo, y supongo que, al fin y al cabo, era mi abuelo el más crío de nosotros.