domingo, 25 de septiembre de 2022

La mujer que no me mira

La mujer me mira desde todas partes. Se queda muy quieta, casi inmortal. Tiene, creo, un perfil griego, si es que eso significa algo y se parece a su perfil. De todas formas está sentada con la espalda rectísima, el mentón altivo, el pecho dibujado débilmente bajo el camisón. De pronto cruza los brazos en señal de renuncia; ha echado los hombros hacia delante y aprieta mucho los labios, como tratando de no llorar, de defenderse. Me recuerda a un torreón contra las olas, a un castillo con todas sus armas dispuestas, esperando una señal. Pero poco después se derrumba. Parece cansada, rota tras una batalla terrible, muy lejana. Con un movimiento ligero separa los brazos y los tiende en mi dirección, invitándome no sé a dónde, resignada, decidida por fin.

Es cierto que a veces no es a mí, que mira a otro. Nuestros ojos se cruzan por un instante pero yo siento su indiferencia traspasándome, hiriendo como una lanza ennegrecida. Es cierto que cuando besa, besa a otro, que ama y odia y ríe por él, que se echa la mano a la cara y quiere decir venganza, guerra, vergüenza, las cejas muy levantadas. Preciosa. Pero no es por mí. Me da miedo por eso, a veces. Me la imagino entre mis manos y le digo qué ha pasado, cuéntame. Pero le sobrepasa una furia inmensa, antigua, y quién soy yo para romper eso, para ponerme de repente en el medio de su dolor, tan torpe y diminuto frente a ella. Lo veo en sus ojos, cuando me mira y no, tan infantil que hasta me da vértigo pensar en la tormenta que desatará, que será la última.

Los días buenos es peor, cuando no entramos en ese eclipse de palabras arrojadas, de gritos de pobre vecino el que nos oiga, porque entonces se hace paso el silencio, y reina la paz, y la duda. Entonces es cuando más nos amamos, lo sabes, cuando me observas cruzada de brazos desde el balcón y piensas en cómo matarme, o en matarte tú, en cuántos metros habrá hasta el suelo. Por ahora te basta con echarme el humo a la cara, con negarme la visión de tu rostro un instante, como si me advirtieras de que te tengo que dar las gracias, de que al final has decidido que mantenernos con vida es lo más cruel, definitivamente lo mejor.

Ha crecido tanto con mirarla. Es detenerme delante de ella y saber todo de su vida, de repente, aunque duela. Recuerdo cuando sonreía sin querer, es decir cuando sonreía de verdad. Le había comprado unos pendientes nuevos y se los había dado ahí, frente al mar. Yo no, claro. El otro. Yo me tengo que conformar con el recuerdo de esa risa abierta, imaginarme qué le habría dicho para que lo atrajese hacia sí y lo besara, qué más da si se perdían el atardecer, el rayo verde que jamás habían visto pero hoy sí, te lo prometo, hoy es diferente, hoy estamos solos tú y yo.

Además eso no es verdad, aunque lo sea, aunque quiera con todas mis fuerzas que lo sea. Porque al final yo siempre estoy ahí, les dibujo a través del espejo lo quieran o no, les imagino para su pesar a los dos. Pero sobre todo a ella. Porque en el fondo creo que es así, que todo esto habla mucho más de la mujer que mira.

Si no por qué me invitaría a entrar en su dormitorio, a contemplarla justo cuando se está ajustando el corsé, se lo aprieta demasiado, como si quisiera decirme algo, castigando a quién. Si no por qué la noto rodeándome la cintura, susurrándome al oído písale, por lo que más quieras písale hasta que se te caigan las manos y los pies y la ciudad ya no se vea y no exista y no haya existido jamás. Por qué me esperaría siempre en el mismo café, siempre la misma noche. Por qué me dio a luz y me arrulla, y me duermo.

 

La mujer temblaba esta mañana. He pasado por su lado y lo he sentido, casi como un puñal de hielo. Hay veces en que la mujer parece muchas mujeres. Hoy estaban todas heladas. Suelo agachar la cabeza y decirles que esperen; ellas lo entienden, este lugar está repleto y además hay tantos hombres y mujeres con los que hablar. Han aprendido a ser pacientes, y se lo agradezco. Pero no he podido evitarlo. Las he llamado y estaban como idas, terriblemente asustadas. Normalmente me cuentan historias increíbles, secretos enormes, alguna verdad. Empiezan a hablar como si les fuera la vida en ello y se detienen sólo para aclararse la garganta y suspirar. Hoy callaban. De pronto, me han parecido vacías. Ninguna me miraba. Habían olvidado sus amores y sus derrotas, los nombres y los recuerdos que las imagino. Han tardado, pero al final me han confesado que estaban buscando a alguien. Al otro, claro, cómo no. Han asentido, muy graves. Me han dicho que yo también temblaba. La mujer es demasiadas mujeres. Esperan que diga, que invente algo como siempre. Me he encogido de hombros y he balbuceado que tenemos que seguir. Sé que no las he convencido, pero es lo que hay. Han vuelto al lugar repleto, seguro que odiándome. No las culpo. Allí, entre tanta gente, entre tanta imagen, vuelven a ser una sola. La mujer que tiembla, que busca a Javier.


martes, 15 de marzo de 2022

El italiano, de Pérez-Reverte

Leo El italiano y no me sorprendo. Con un estilo depurado de viejo marinero, Pérez-Reverte nos cuenta la misma historia de siempre, sólo que en un lugar y un tiempo distintos. La historia de hombres duros en momentos duros, de mujeres con aún más huevos que ellos, del significado de la palabra patriotismo, de la hermandad…

La novela nos sitúa en mitad de la Segunda Guerra Mundial; localización, la frontera entre Gibraltar y La Línea. El grupo Orsa Maggiore, compuesto por buzos de toda Italia, sabotea barcos enemigos en la bahía de Algeciras, operando en las noches más oscuras. Tras un accidente en una de estas misiones, el joven Teseo Lombardo es encontrado inconsciente por Elena —o Penélope—, una librera que vive cerca de la playa. A partir de entonces la mujer quedará enamorada de él, y tras repasar su trágico pasado decide ayudarlo, convirtiéndose entonces en una suerte de informante con las autoridades británicas siempre tras sus pasos.

Hasta aquí, bien. El libro, de casi cuatrocientas páginas, pretende rescatar este episodio de retaguardia que, aunque influyente en el desarrollo de los acontecimientos, no es muy conocido; y, de paso, limpiar un poco el mal nombre de los italianos que combatieron, alegando que en todos los bandos había gente capaz, solo es cuestión de buscar bajo el agua.

Sin embargo, mientras lo voy leyendo tengo la sensación de que Pérez-Reverte anda un poco perdido, al menos durante la primera mitad de la novela. Quizás por eso mete a presión los episodios metaliterarios y de investigación, en los que el narrador —en una entrevista el escritor negó que se tratase de él mismo— nos cuenta cómo reunió el material para escribir la historia, qué libros había consultado y con quién había mantenido conversaciones acerca de los acontecimientos de aquellos días. Si bien es cierto que la documentación es impecable —de hecho esta es una de las razones por la que me gustan tanto sus novelas, porque suele mezclar a la perfección realidad con ficción—, estas páginas resultan un poco pesadas.

Además, hay otra cosa que me chirría. La historia de amor entre los protagonistas. Por mucho que en la portada nos lo vendan como el tema principal, y pese a los esfuerzos de Pérez-Reverte por compararla con el amor de los héroes clásicos, no me acaba de convencer. Es lenta y muy forzada su relación; igual sea eso por lo que en los episodios dedicados a ella, los diálogos estén interrumpidos continuamente por descripciones que nada aclaran ni nada añaden, es decir, por pausas superfluas.

Estas dos cosas son las que me hacen pensar que la historia que el novelista nos quiere contar no da para tanto. Tiene más oficio que fuerza. O al menos, como ya he dicho, durante la primera mitad, pues durante la segunda mucho de lo que entorpece el texto —sobre todo los fragmentos metaliterarios— desaparece, dejando paso a la trama en sí.

Pese a todo, El italiano es una buena novela, y deja de contar. Se nota unas manos curtidas en esto de escribir y navegar. La narrativa del escritor, por cada libro que pasa, se va volviendo más eficaz y más cercana al cine. Me gustaría destacar tres cosas: las primeras dos, los personajes de Squarcialupo y Campello; la tercera, la última salida de los hombres de la Reggia Marina, simplemente sublime.

Arturo Pérez-Reverte deja claro —otra vez— que nadie es tan bueno ni nadie tan malo, que a él le van las personas duras, las que se sacrifican por una causa verdadera y no por ideales vagos o impuestos. Las que hacen ruido sin hablar muy alto. Una novela con sus más y sus menos, a la que le cuesta arrancar pero que poco a poco va enganchando. Hay amor, hay guerra, hay mar y hay thriller.

Prefiero sus dos anteriores, Sidi y Línea de fuego, pero he pasado un buen rato.

jueves, 27 de enero de 2022

Un favor

Los golpes sonaron contundentes, demasiado fuertes para que los hubieran dado los niños, que tenían la costumbre de picar un par de veces y salir escopetados calle abajo. El cura se aproximó a la entrada de la abadía y abrió el portón de roble con timidez.

Abel, el profesor del pueblo, cayó a sus pies. Estaba empapado de sudor y su respiración era entrecortada. Cuando levantó la cabeza, el cura vio la desesperación en sus ojos.

—¡Insensato! ¿Qué haces aquí?

Al maestro le costó un rato articular palabra.

—Vengo a hablar con usted, padre.

—¿Es que te has vuelto loco?

—Sólo serán dos minutos. Luego me iré, se lo prometo.

Se puso en pie y, con el andar de un animal herido, se acercó a uno de los bancos para dejarse caer, exhausto. El cura le miraba con recelo y temor.

—Tú dirás.

—Esto se ha ido de las manos, padre. ¿No le parece?

—A mí no me parece ni me deja de parecer nada.

—Perdone, pero no me lo creo.

—¿A qué has venido?

—No me lo creo padre, sé cómo es usted.

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo soy?

—Buena persona.

La risa del cura rompió la silenciosa paz de la abadía.

—Te agradezco el cumplido, pero no veo qué tiene eso que ver.

—Tiene mucho que ver. Ayer le vi enfrentándose a ellos, cuando lo del Rafa.

—¿Y?

—Que también usted piensa que esto está mal.

—Yo aquí…

—Ni pincha ni corta. Ya lo sé, padre, pero reconozca que es una locura.

—Vi nacer al Rafa. Lo crie. Lo casé. Él jamás levantó un dedo contra nadie.

—Y aun así lo mataron, delante de todos.

—Sí, aun así lo mataron…

El cura bajó la vista. Su voz era un murmullo.

—He venido a que me haga un favor, nada más.

—¿Un favor? Hazte un favor a ti mismo y entrégate, hijo. Si no va a ser peor.

—Sabe que no voy a hacer eso.

—¿Entonces?

—Vengo a pedirle que, por lo que más quiera, eduque bien a esos rapaces.

—¿Cómo?

—Ya me ha oído.

—¡Que los eduque bien! ¿No es lo que llevaba haciendo toda mi vida hasta que tú llegaste y me quitaste del medio?

—Yo no le quité del medio, padre. Ya sabe cómo son las cosas, yo tampoco pincho ni corto en estos temas. Me enviaron aquí con un paquete de libros y una carta. No es mi culpa.

—¿Acaso ahora es la mía? ¿Es mi culpa?

—No, claro que no. Pero usted es el único que puede hacer algo por ellos. Soy consciente de lo mucho que le quieren esos niños. Cada día, en clase, me lo recuerdan.

El cura, tras escucharlo, miró al profesor con sorpresa.

—¿De verdad?

—Claro que sí. Dicen que era usted un poco duro en el aula, pero que en el fondo tiene un buen corazón. Creo que alguno sigue siendo monaguillo suyo, ¿no?

El otro asiente.

—Antes de empezar la misa, cuando se están vistiendo, hablan maravillas de ti. Que les enseñas las cuatro reglas de una manera divertida, que les haces escribir historias, que algunas veces dais la lección en el campo… Yo, al principio, no aprobaba esos métodos, y con el tiempo me he dado cuenta de que era por envidia.

—Lo entiendo, padre.

—No me imaginaba que siguieran acordándose de mí.

—Todos le quieren y le respetan, téngalo claro. Y yo también. Muchísimo. Por eso le ruego que los enseñe bien. Esos niños son mi vida.

—Y la mía, hijo, y la mía… ¿Qué quieres que haga?

—Quiero que les enseñe la palabra libertad, nada más que eso. Que les enseñe a pensar por ellos mismos, que les guie por el camino correcto. No tardarán en ponerle de nuevo como maestro y, tal y como están las cosas, lo que le pido no le va a resultar tarea fácil.

—Sólo soy un cura…

—Todo el pueblo le tiene cariño. Nadie dudará un segundo de usted.

—A ti también te quieren, desde el primer día que llegaste.

—A mí me odiarán en cuanto cruce esa puerta, ya han empezado a hacerlo. Y no les culpo. Por eso acudo a usted. Es el único que puede salvar a esos rapaces de la ignorancia y el odio, lo cual viene siendo lo mismo.

—Me sorprende que hables en términos cristianos tú, que ni siquiera crees en Dios.

La sonrisa en los labios de Abel es triste.

—Sí que creo en Dios.

—¿Lo dices en serio?

—Con todo mi corazón.

—¿Y cómo es que en los cinco años que llevas aquí no has acudido ni un solo domingo a misa?

—Hay cosas difíciles de explicar.

Se hace un silencio entre los dos. Al poco, el joven profesor se levanta del banco y se coloca bien la chaqueta. El cura se acerca al portón, consciente de que aquella reunión debe llegar a su fin.

—Tengo miedo, padre.

El otro no sabe qué contestar. También él está aterrado.

—Evita el ayuntamiento, será mejor que salgas por donde los huertos.

—Yo sólo quería educar a esos chicos, nada más…

—Ya lo sé.

Antes de que el cura abra, Abel le mira.

—Me gustaría pedirle un último favor.

—Lo que sea, hijo, lo que sea.

—Quisiera confesarme.

—Hijo…

El domingo siguiente, casi todo el pueblo acudió al sermón. El señor cura habló de la patria, de la familia, de la unión… Pero sobre todo habló de la libertad. Algunos, al oírlo, no pudieron evitar pensar en el maestro Abel, a quien nadie había vuelto a ver.

miércoles, 5 de enero de 2022

IMPACTO

El copiloto dormitaba hasta que se escuchó el ruido. La cabina tembló bruscamente. No fueron más de un par de segundos, pero bastó para que el capitán y él se mirasen fijamente, con el rostro desencajado. Ninguno habló. La palabra que ambos tenían en la punta de la lengua era casi una blasfemia en la jerga, tenía una resonancia a maldición: impacto.

De pronto, tras el ventanal frente a ellos, una sombra cruzó el cielo nocturno. Era un cuerpo enorme y alargado que parecía unirse por el final a una especie de compartimento más grande y robusto. Su trayectoria era descendente, parecía caer en picado. Y antes de que se perdiese en el denso mar de nubes que los focos del avión apenas conseguían arañar, la luz lo iluminó lo suficiente para que los dos pilotos lo distinguieran.

—¡Hemos atropellado al gordo! —gritó el copiloto.

El capitán no daba crédito. Cuando por fin reaccionó no lo hizo como se esperaría de alguien que lleva veinte años en el oficio. Con movimientos nerviosos se puso a tocar todos los botones de la cabina de mando al azar, como si con aquello consiguiese ordenar sus pensamientos. Luego levantó una de sus manazas y se la pasó por la cara. También él había estado a punto de dormirse momentos antes. Era un vuelo comercial de hora y media, no se esperaban sobresaltos.

—Eso no es posible —se limitó a comentar.

Su compañero se levantó y empezó a dar vueltas por la estancia.

—Lo has visto tan bien como yo, ¿o no?

—No…, no sé lo que he visto.

El copiloto emitió una carcajada.

—Venga, hombre, no me seas ingenuo. Nos hemos cargado al gordo.

—Deja de llamarle gordo —exclamó el capitán, irritado—. ¿Por qué le llamas así?

A toda respuesta, el otro se encogió de hombros. Entonces sonó un pequeño teléfono que el capitán tenía a mano izquierda. Lo cogió y se puso a hablar con el personal del vuelo. Poco después colgó, masculló algo y se dirigió al copiloto.

—La gente está muy nerviosa.

—Lo que faltaba, macho —dijo el otro mirando a la puerta de la cabina como si pudiese ver a los pasajeros tras ella—. Tenía que pasar algo esta noche. Si es que se veía venir, hombre, se veía venir… Mira que se lo hemos dicho veces, ¿eh? Pero nada, él todo risas y alegría y felices fiestas. ¡Pues ala!

—¡No sabemos si ha sido él! —el capitán dijo la última palabra con cierto temor.

—¿Quieres dejar eso ya? Sabes perfectamente que sí.

—Pero… es imposible —musitó—. Está informado de todas las rutas de tránsito.

—Igual se ha perdido, con tanta niebla —aventuró el copiloto—. Vete a saber. Yo sólo digo que se piensa que el cielo es suyo, y no, las cosas no son así. Estaba claro que algún día le iba a pasar algo. Lo malo es que nos haya tocado a nosotros. ¿Tú sabes el papeleo que vamos a tener que rellenar?

El capitán se hacía una idea. Hubo un mutis, y el copiloto aprovechó para volver a su asiento. Tras abrocharse el cinturón, se acomodó como buenamente pudo y cerró los ojos.

—¡¿Qué estás haciendo?! —le gritó el capitán.

El otro dio un respingo.

—¿Hmm?

—¿Acabamos de cargarnos la Navidad y te quedas tan pancho?

—Mira, lo siento, pero no sé qué más podemos hacer. Yo sólo quiero llegar a mi casa y echarme en la cama.

—Echarse en la cama —repitió el capitán, incrédulo—. ¡Si estamos a veinticuatro de diciembre!

—Bueno, ¿y qué?

—Pues que en Navidad se cena con la familia. ¿Tú no?

El copiloto hizo un gesto ambiguo con la mano.

—Hace años que no hablo con ellos.

—Vaya, lo siento… —se disculpó el capitán, de pronto avergonzado. Habían coincidido en decenas de vuelos su compañero y él, sobre todo en aquella ruta, pero la conversación nunca pasaba de meras formalidades. No se solía hablar de temas personales en aquel oficio.

—Bah, no tiene importancia.

El copiloto parecía querer dejar la conversación ahí, pero el capitán no iba a permitir que se durmiese. Entonces le asaltó el malestar. Poco a poco, empezaba a ver claramente las consecuencias de lo que acababa de ocurrir.

—Dios mío, ¿qué le vamos a decir a los pasajeros? ¿Y a control? ¿Y al mundo? ¿Cómo le decimos al maldito mundo que hemos matado a...?

—¿Tienes hijos? —le cortó de pronto el otro, todavía recostado en su asiento.

—Sí. Dos niñas.

—Pobre —comentó el copiloto—. Pues empieza por ahí, qué les vas a decir a ellas. 

En ese momento inundó la cabina un ruido ensordecedor, mucho más agudo que el anterior. Ambos se agarraron a sus cinturones, preparados para otro posible impacto. No se produjo, sin embargo, ningún golpe, y cuando el sonido se apagó oyeron claramente los gritos de los pasajeros, al otro lado de la puerta. El teléfono del capitán sonó por segunda vez. Pulsó un botón para activar el manos libres.

—Aquí el capitán.

—¡Señor, señor! —dijo una de las azafatas—. Ha sido maravilloso. ¡Oh, feliz Navidad!

—A ver, tranquilízate —aconsejó el capitán, aunque su voz temblaba mucho más que la de la chica—. ¿Qué sucede?

—¡Cómo! ¿No lo han visto? Ha pasado por debajo del avión. ¡Ha pasado! La gente está eufórica de la alegría. ¡Feliz Navidad!

—¿Quién ha pasado?

—¡Papá Noel! Ha pasado rapidísimo con su trineo. Me encanta este trabajo. ¡Feliz Navidad!

El capitán colgó y dio un largo suspiro de alivio antes de mirar a su compañero. Éste había cerrado los ojos. En su rostro se intuía una expresión de fastidio.

—Encima ahora se chulea, el gordo —gruñó—. Bueno, papeleo que nos ahorramos.

Luego no dijo nada más.