martes, 19 de enero de 2021

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Cuando entró en nuestra clase supe que algo fallaba. O que, quizás, lo que había fallado era todo lo demás; lo que hubo antes y habría después. Los hermanos mayores ya nos habían avisado: es el mejor profesor del colegio. Y sólo nos lo creímos a medias, como buenos rapaces de primero de la ESO que éramos. Cuando entró, miré a mi alrededor. Veintipico espaldas rectas, todas las cabezas en dirección a la pizarra, y él no había dado ni una voz, se lo juro, ni una palabra. Pero ahí estábamos nosotros, dispuestos, por primera vez, a escuchar.

Entró Mariano Díaz con sus gafas de aumento y su camisa a cuadros, con el maletín bajo el brazo y el andar lento. Frisaba los cincuenta como el buen hidalgo que era y, lanza en ristre, irrumpió en nuestras vidas a lomos de un rocín flaco, como lo era nuestra pobre educación. Sin embargo, cuando miró al horizonte no vio desorden o indiferencia, sino un sinfín de oportunidades de aventura.

Así nos lo comunicó tratándonos de usted, explicándonos que para intervenir en su clase no hacía falta levantar la mano, sólo buenos modales; y que si no sabías que decir, prefería mil veces que pensases en silencio —tenemos todo el tiempo del mundo para hablar bien, decía—, antes de proferir ese recurridísimo «eeeeeh» que era, a su entender, la mayor bajeza de nuestro lenguaje.

El primer día, en pocas y sencillas palabras —pues lo bueno, si breve, dos veces bueno—, nos enseñó el significado de respeto y dignidad; también el de realidad y ficción, dos mundos que a nuestra edad fácilmente se confundían. Mariano nos enseñó que no había nada de malo en aquella equivocación, porque las más de las veces ambos términos eran el mismo, y los únicos locos eran quienes no lo veían. Y si no, que se lo preguntasen a un tal Alonso Quijano.

Se fue, pues, aquel primer día, y tuve la sensación, al igual que el resto de mis compañeros, de que había empezado a crecer.

Desde entonces y durante los dos cursos que nos dio clase, lo único que hacíamos muchos era esperar la hora diaria de Lengua y Literatura. El bueno de Mariano nos podía estar enseñando sintaxis así como podía pasarse cincuenta minutos seguidos encadenando versos de Neruda o hablando de las inclemencias del tiempo. Daba igual; sus clases eran un bálsamo, un lugar donde escapar de la rapidez con que se sucedían las cosas en esa época.

Cuando copiábamos un dictado o hacíamos un examen, de repente desaparecía. Al poco le escuchabas en el pasillo, tantos metros más allá, hablando alegremente con cualquier persona. Después volvía y seguía dictando.

Si en otra clase el profesor te castigaba —lo que en mi caso sucedía una vez a la semana—, podías tener suerte y pillarle en una de sus escapaditas.

—¿Qué hace ahí fuera, señor Requeta?

—Pues no lo sé, Mariano —respondía encogiéndome de hombros—. No he hecho nada.

Entonces se acercaba con sonrisa cómplice, manos a la espalda y mirada inquisitiva, con sus ojos enormes por los lentes.

—Bueno, puede que haya estado hablando… Pero un poco.

—En ese caso —decía mientras regresaba a su clase—, pase, pase. ¿O es que quiere quedarse sin aprender nada?

Eran los tiempos en que yo, sin vocación alguna y porque sí, me empezaba a dar a la escritura. Por aquel entonces componía sonetos en quince minutos, quizá en diez si estaba inspirado, redactaba ensayos sobre los recovecos del amor, basados todos en mis (nulas) experiencias en la empresa, y soñaba despierto con la novela de quinientas páginas que escribiría el próximo día.

Mariano nos anunció que se había convocado un certamen literario en Madrid. Llevaría con él a dos alumnos del curso para participar, los dos que escribiesen el mejor relato. Cuando cada uno entregó el suyo, tan seguro estaba yo de salir escogido que ya planeaba cómo invertir lo que sería el primer premio de mi próspera y larga carrera.

Imagínense el chaco que se llevó aquel chico de trece años cuando su profesor favorito, Mariano Díaz, el que sin duda reconocería su talento, no dijo su nombre entre los seleccionados. Vio el fracaso por primera vez, vio rabia, vio un camino truncado; repasó sus textos y no encontró nada que interesase, nada que salvar entre aquellas palabras que nada significaban. Pero sobre todo se sintió traicionado.

Lo busqué a última hora y le pregunté, cabeza gacha y a media voz, qué fallaba. Por qué no me había escogido a mí. Mariano, aunque seguramente estaba deseando marcharse a descansar, buscó mi relato entre el montón, me invitó a sentarme a su lado y lo leyó detenidamente un par de veces. Después levantó la cabeza, cogió un boli y me dijo que le prestase atención.

Pasamos la siguiente hora analizando cada frase, su estructura, su significado. De cuando en cuando se levantaba y daba vueltas por el aula, lanzándome preguntas sobre el tema que trataba en el relato. Yo le respondía como buenamente podía, cada vez más convencido de que mis aspiraciones literarias eran un estupidez. Al fin me levanté dispuesto a irme, derrotado, cuando me dijo:

—Requeta, escriba hoy, mañana, pasado y al siguiente. La semana que viene tráigame un nuevo relato. Lo corregiremos juntos.

Algún tiempo después, en mi último año en aquel colegio, me lo encontré en la pasarela de entrada. Mariano se apostaba allí cada mañana, antes de que el timbre sonase, y saludaba a todo el que pasaba con su ya mítico «Buenas noches».

Me indicó con señas que me acercase. Hacía dos años que no me daba clase, dos años desde que yo le entregara mi último texto. Me preguntó si seguía escribiendo. Le respondí que sí. Pareció satisfecho.

—No se olvide de mí cuando sea famoso, ¿eh?

Me alejé de él y de sus lecciones, de aquel mundo de realidad y ficción. Aún hoy sigo intentándolo. Merecerle. Llamarle.

#MiMejorMaestro, enero de 2021


lunes, 4 de enero de 2021

Los cansados ojos

Don Marcelo se imaginaba que seguíamos siendo unos críos. Aún lo recuerdo en su sofá inmenso, con la copita de ojén para abrir boca, contándonos lo que sucedió aquellas Navidades como si de una guerra mundial se tratase. Claro que nadie le creía.

La casa del pueblo se situaba a apenas dos pasos del caño, o, como él lo llamaba, el mentidero oficial. Era ésta un edificio de una planta, semioculta entre dos casas más grandes, con patio interior y jardín a la entrada que, por aquellas fechas, no tenía rincón que no estuviese cubierto de nieve. Como cada año, don Marcelo nos esperaba en la puerta con su habitual sonrisa ladeada, con las zapatillas de estar por casa, los calcetines de lana con estampados de frutas y el gorro de Papá Noel cayéndole sobre la oreja derecha.

Así era don Marcelo.

Tras los obligados saludos, los mayores nos daban permiso, a mis primos y a mí, para corretear por la casa. Jugábamos a los piratas, a escondernos en las habitaciones que se mantenían cerradas y a dispararnos con el dedo; también a hacer muñecos de nieve en el patio, ya que las semanas anteriores no se limpiaba para que hubiese varios centímetros de nieve.

Extasiados, hambrientos, llegaba la hora de entrar al salón y descansar antes de la comida. La pieza tiraba, en gran medida, a anticuada, con su televisor, grande y curvo, que tanto gustaba otrora, con su rúter que ya no servía a nuestros dispositivos pero que el anciano se resistía a cambiar, con sus decenas de libros y revistas en las estanterías; y es que sólo había que mirar a don Marcelo para comprender que aquel lugar había quedado estancado en el pasado. Ya he dicho que él estaba siempre sentado en un gran sillón, y daba la impresión de que en cualquier momento le iba a engullir. Mientras los mayores disponían la mesa y preparaban la comida, no teníamos más remedio que escucharlo. Entonces sonreía. Y empezaba a hablar sobre aquellas Navidades.

Se inclinaba hacia nosotros y nos preguntaba si conocíamos la historia, lo que pasó. Aunque respondíamos que cada año la escuchábamos, él la contaba de todos modos. Como digo, se pensaba que seguíamos siendo unos críos, que nos seguía asustando con lo de que los romanos de Herodes querían matarlo, a él y a todos. Que la humanidad estuvo al borde de la extinción, decía. Que les obligaban a separarse y les prohibían besarse. Que los soldados, si te cogían, hacían los imposible porque no respirases, porque jamás saboreases otra comida ni vieses a tus seres queridos. Que les tuvieron encerrados tres meses en casa, pues la calle era un polvorín; que les impusieron normas, fases, restricciones, suspendieron fiestas y risas. Que los políticos mentían, ¡mentían!, con su mejor sonrisa, y al llegar a casa se tiraban de los pelos, sin saber cómo solucionar aquel golpe de estado. Les dijeron que si no llevabas mascarilla eras un apestado, y lo peor de todo es que tenían razón. Entonces don Marcelo señalaba al nacimiento, y nos explicaba que durante aquellos años puso papelitos, simulando dichas mascarillas, a cada pastor y mercader; a José, María y el niño, no, porque eran convivientes. Ése era el único instante en que se permitía una leve carcajada. Después volvía a encerrarse en su sonrisa enigmática.

En el pueblo había muerto mucha gente, contaba apesadumbrado. La mayoría. Por aquel entonces no te podías fiar de nadie, ni nadie se podía fiar de ti: los romanos de Herodes se ocuparon de ello. Decía que durante mucho tiempo le estuvieron persiguiendo, y se había escapado siempre por los pelos. Caían a su alrededor amigos y vecinos, le acorralaban un poco más cada día. Fue cuestión de tiempo que le cogieran a él también.

—Los soldados vinieron una mañana como ésta. Y supe que era Navidad.

Don Marcelo, que nunca se habría rendido aun estando ya muerto, luchó. Vaya que si luché, aseguraba con la voz cogida.

—Finalmente me dejaron en paz. Pero a qué precio…

En ese momento los mayores anunciaban que la mesa estaba lista, y los primos y yo corríamos a sentarnos. Él se quedaba un rato más en el sillón, ensimismado en sus batallitas, en por qué no nos había arrancado ni un suspiro —no nos culpen, habíamos crecido—. Al poco venía y se olvidaba, o eso daba a entender.

Cuando caía la tarde, un par de horas antes del anochecer, salíamos a pasear por el pueblo, prácticamente desierto. Nos guiábamos por don Marcelo, que con pasitos cortos y alegres caminaba por el caño, el Rincón, la lechera, la pista de fútbol y, por último, el cementerio.

Allí, los mayores nos hacían detenernos. El anciano, tras volver tímidamente la cabeza hacia nosotros, se adentraba en el camposanto de paredes desconchadas y verja chirriante. Yo lo veía alejarse, con el amarillento pompón del gorro navideño meciéndose al son de su pasos, con los hombros echados hacia delante y la espalda encogida.

Recuerdo que uno de aquellos años corrí hacia él, sin escuchar las reprimendas a mi espalda. Al llegar a su lado le cogí de la mano. Él no pareció sorprendido, como si estuviera esperando aquello. Se agachó y me dijo al oído:

—Sabía que tú me creerías.

No le entendí hasta llegar a la tumba. Entonces no me hizo falta ni preguntar. La última Navidad de don Marcelo estaba allí. La derrota detrás de cada victoria. Le miré de refilón y vi los cansados ojos del que ha vivido una (demasiada) guerra, la sonrisa enigmática que encerraba miles de cuentos.

De vuelta en casa, nos reunió a mis primos y a mí, y nos preguntó qué historia queríamos escuchar ahora. Siempre nevaba en ese pueblo, y supongo que, al fin y al cabo, era mi abuelo el más crío de nosotros.