martes, 5 de octubre de 2021

AMANECER #MostolesNegra

 Lo que está claro es que esas cosas pasan pero no a ti, no a la persona que amas. Desde algún punto la tienes que observar y es desde la puerta, igual entrar la despertaría, igual dar un paso más te confirmaría el silencio, no del que duerme sino del que ya no está ahí. Eso no es lo tuyo, no recuerdas si al levantarte respiraba o no, el cuerpo que te daba la espalda, el cuerpo que anoche reía y jadeaba y decía te quiero, ahora inmóvil y tan borroso. Pero cómo te vas a acordar si eso era lo suyo, velarte en tus últimos minutos de sueño y no al revés, tu nunca te despertaste primero. Puede que también dudase si tocarte, si interrumpir su guardia y tu sueño para asegurarse y sonreír. No lo sabes. Esas cosas pasan y es tan raro y van tantas horas ya.


#MostolesNegra

jueves, 30 de septiembre de 2021

MAYRIT, 1083

Eran bestias sin mesura, ya desde mi infancia lo sabía. Cada piedra de la muralla de veinticinco codos de altura merecía ser reducida a polvo, aunque parecía que nos esperaba, insinuándose, tras el río que la delimitaba, deseosa y paciente, casi retándonos. Viejos recuerdos me asaltaron de cuando intentamos tomar la fortaleza por vez primera. Ruy Díaz de Vivar, ese traidor, mucho antes de sus campañas levantinas, cabalgó junto al rey aquel día, eso nos dijeron. Supongo que la noticia tenía la intención de infundir el valor de que entonces carecíamos. Pero la batalla se prolongó lo que parecieron días, y no vi al caballero cuando buenos cristianos regresaban a la tierra a cada flanco. Nos repelieron con la facilidad con que dejaron que nos acercásemos. Entonces pensé, por primera vez, que quizás ellos no eran tan distintos a nosotros, que quizás también tenían algo que defender, una razón por la que luchar.

Mas allí estábamos de nuevo, doce años después, convencidos de nuestro ánimo y avance incansables. Ahora los que huían eran ellos.

Atacamos después del ocaso: el asedio era algo impensable debido a la proximidad con nuestros enemigos del sur y el noreste; la batalla, innecesaria.

A unos pocos nos dieron orden de dirigirnos al arrabal. Fue todo tan rápido. La secuencia era siempre la misma: una estocada entre las costillas o un tajo en el cuello, dependiendo de la posición en que durmiesen; un grito sordo y unos ojos desorbitados que decían todo lo que la boca no podía, y los niños —éstos siempre los últimos, tenía que ser así—. Los perros fueron los que me infundieron más compasión. Recuerdo ver uno entre dos callejuelas, famélico el pobre. Destrozaba una babucha de tela, sujetándola con las dos patas delanteras mientras me miraba con recelo. Permanecí un buen rato contemplando la escena hasta que sentí una mano cerrándose fuertemente alrededor de mi cuello.

—Los perros ladran.

Poco puedo decir sobre la aljama. El hedor a sangre y a silencio incrementaban al tiempo que irrumpía en una nueva choza. Pero lo de la Al-Mudayna era algo distinto...

Al acabar me dirigí hacia las murallas. Un camino de gravilla ascendía hasta las puertas, ya abiertas. La difícil composición de tejados se insinuaba por encima de la piedra, dos o tres minaretes destacaban entre ellos y, más arriba, en la cima del altozano, se levantaba el Alcázar, dominante y espectador privilegiado de nuestro ataque. Parecía flotar en medio de la bruma de la noche.

Terrible escabechina tuvo lugar intramuros. Las calles eran un lodazal de tierra, sangre y vino. Turbantes y túnicas desperdigadas por el suelo. Un correr constante de soldados de allá para acá. Mujeres de tez morena ya sin honor. Hombres desnudos, de rodillas, apaleados por las esquinas. Fuego y polvo. Nada tenía que ver con el reposado descanso eterno de las morerías exteriores. Por mi lado pasaron varios compañeros con lo que horas antes había compartido rancho, y me miraban sin ver, perdido el juicio por la euforia, por la sed de venganza. Nada les reprocho: también nosotros habíamos sufrido.

Sé que muchos de los paganos se salvaron, perdonados por la misericordia del dios del que habían renegado toda su vida. Ahora lo acatarían, nos ocupamos de ello. Pude hablar con algún judío; aunque hablar sería decir demasiado: trataban más bien de hacerse entender con señas y gestos nerviosos, pues su lengua estaba compuesta de un indefinido número de otras muchas, y su acento era abierto y cortante. Al final me harté. Di con uno en el suelo hasta que, aterrorizados por los golpes que le propinaba, los otros se disiparon entre las calles.

Asaltamos viviendas y comercios, mezquitas y sinagogas. Recobramos objetos robados años atrás; muchos años atrás, no sabría decir cuántos. Vi orinar sobre los presos y sus edificios paganos, y no sentí pena, no la mostré al menos.

Las primeras luces se postergaron en un cielo de ceniza y polvo que no acababa por disiparse, pero finalmente salió el sol. La fortaleza amanecía ya con un nombre nuevo, más claro y preciso al entender común.  Habíamos tomado en unas horas la barrera que nos separaba de un reino entero. Los que no estuvieron cuentan que el rey consiguió, sin saberlo, la Marca Media aquella noche. Pero no apareció hasta altas horas de la mañana. Entraba a caballo por la Puerta de la Vega. No se insinuó en su rostro atisbo de sonrisa. Rebajarse a la euforia de su gente era algo impensable ahí, desde toda su envergadura. Remontó, lentamente, la colina de la villa, y a mitad de camino se dio la vuelta. Tras de sí quedaba Castilla, tras de sí quedaba el Alcázar, circundado por el río, erigido para vigilar en todas direcciones —función que jamás cumplió enteramente—; delante de él, sólo tierra mora que conquistar.

Habíamos sido su espada y su brazo, sus ganzúas, su agilidad y su fiereza: más digna nuestra labor de gatos que de humanos. Mas su semblante se mostraba serio, imperturbable, clavado en algún punto de la tierra que se extendía frente a sus ojos.

—Mira al sur. Quiere la ciudad del Tajo.

Y yo también lo creí durante años. Confundí su expresión con la de la avaricia. El rey, nuestro rey, acusado de traición y fratricidio, héroe de innumerables batallas no luchadas, amado por su pueblo y temido por los otros en que su ambición no se había fijado aún. Pero hoy sé que no miraba a Toledo, ni siquiera a Córdoba, ni a Tarifa. Su vista llegaba más allá del mar y se clavaba en una sombra que viajaba por el desierto con el Corán en una mano y un ejército a su espalda. Y sé que en ese mismo instante, Yúsuf Ibn Tashfín, emir de los almorávides, levantó la cabeza hacia el norte; no a Marrakech, ni tampoco a Sevilla, sino a una villa que amanecía cristiana, y a un rey castellano que profanaba el camino al Alcázar. Y ambos se miraron.

martes, 19 de enero de 2021

Seguir

Cuando entró en nuestra clase supe que algo fallaba. O que, quizás, lo que había fallado era todo lo demás; lo que hubo antes y habría después. Los hermanos mayores ya nos habían avisado: es el mejor profesor del colegio. Y sólo nos lo creímos a medias, como buenos rapaces de primero de la ESO que éramos. Cuando entró, miré a mi alrededor. Veintipico espaldas rectas, todas las cabezas en dirección a la pizarra, y él no había dado ni una voz, se lo juro, ni una palabra. Pero ahí estábamos nosotros, dispuestos, por primera vez, a escuchar.

Entró Mariano Díaz con sus gafas de aumento y su camisa a cuadros, con el maletín bajo el brazo y el andar lento. Frisaba los cincuenta como el buen hidalgo que era y, lanza en ristre, irrumpió en nuestras vidas a lomos de un rocín flaco, como lo era nuestra pobre educación. Sin embargo, cuando miró al horizonte no vio desorden o indiferencia, sino un sinfín de oportunidades de aventura.

Así nos lo comunicó tratándonos de usted, explicándonos que para intervenir en su clase no hacía falta levantar la mano, sólo buenos modales; y que si no sabías que decir, prefería mil veces que pensases en silencio —tenemos todo el tiempo del mundo para hablar bien, decía—, antes de proferir ese recurridísimo «eeeeeh» que era, a su entender, la mayor bajeza de nuestro lenguaje.

El primer día, en pocas y sencillas palabras —pues lo bueno, si breve, dos veces bueno—, nos enseñó el significado de respeto y dignidad; también el de realidad y ficción, dos mundos que a nuestra edad fácilmente se confundían. Mariano nos enseñó que no había nada de malo en aquella equivocación, porque las más de las veces ambos términos eran el mismo, y los únicos locos eran quienes no lo veían. Y si no, que se lo preguntasen a un tal Alonso Quijano.

Se fue, pues, aquel primer día, y tuve la sensación, al igual que el resto de mis compañeros, de que había empezado a crecer.

Desde entonces y durante los dos cursos que nos dio clase, lo único que hacíamos muchos era esperar la hora diaria de Lengua y Literatura. El bueno de Mariano nos podía estar enseñando sintaxis así como podía pasarse cincuenta minutos seguidos encadenando versos de Neruda o hablando de las inclemencias del tiempo. Daba igual; sus clases eran un bálsamo, un lugar donde escapar de la rapidez con que se sucedían las cosas en esa época.

Cuando copiábamos un dictado o hacíamos un examen, de repente desaparecía. Al poco le escuchabas en el pasillo, tantos metros más allá, hablando alegremente con cualquier persona. Después volvía y seguía dictando.

Si en otra clase el profesor te castigaba —lo que en mi caso sucedía una vez a la semana—, podías tener suerte y pillarle en una de sus escapaditas.

—¿Qué hace ahí fuera, señor Requeta?

—Pues no lo sé, Mariano —respondía encogiéndome de hombros—. No he hecho nada.

Entonces se acercaba con sonrisa cómplice, manos a la espalda y mirada inquisitiva, con sus ojos enormes por los lentes.

—Bueno, puede que haya estado hablando… Pero un poco.

—En ese caso —decía mientras regresaba a su clase—, pase, pase. ¿O es que quiere quedarse sin aprender nada?

Eran los tiempos en que yo, sin vocación alguna y porque sí, me empezaba a dar a la escritura. Por aquel entonces componía sonetos en quince minutos, quizá en diez si estaba inspirado, redactaba ensayos sobre los recovecos del amor, basados todos en mis (nulas) experiencias en la empresa, y soñaba despierto con la novela de quinientas páginas que escribiría el próximo día.

Mariano nos anunció que se había convocado un certamen literario en Madrid. Llevaría con él a dos alumnos del curso para participar, los dos que escribiesen el mejor relato. Cuando cada uno entregó el suyo, tan seguro estaba yo de salir escogido que ya planeaba cómo invertir lo que sería el primer premio de mi próspera y larga carrera.

Imagínense el chaco que se llevó aquel chico de trece años cuando su profesor favorito, Mariano Díaz, el que sin duda reconocería su talento, no dijo su nombre entre los seleccionados. Vio el fracaso por primera vez, vio rabia, vio un camino truncado; repasó sus textos y no encontró nada que interesase, nada que salvar entre aquellas palabras que nada significaban. Pero sobre todo se sintió traicionado.

Lo busqué a última hora y le pregunté, cabeza gacha y a media voz, qué fallaba. Por qué no me había escogido a mí. Mariano, aunque seguramente estaba deseando marcharse a descansar, buscó mi relato entre el montón, me invitó a sentarme a su lado y lo leyó detenidamente un par de veces. Después levantó la cabeza, cogió un boli y me dijo que le prestase atención.

Pasamos la siguiente hora analizando cada frase, su estructura, su significado. De cuando en cuando se levantaba y daba vueltas por el aula, lanzándome preguntas sobre el tema que trataba en el relato. Yo le respondía como buenamente podía, cada vez más convencido de que mis aspiraciones literarias eran un estupidez. Al fin me levanté dispuesto a irme, derrotado, cuando me dijo:

—Requeta, escriba hoy, mañana, pasado y al siguiente. La semana que viene tráigame un nuevo relato. Lo corregiremos juntos.

Algún tiempo después, en mi último año en aquel colegio, me lo encontré en la pasarela de entrada. Mariano se apostaba allí cada mañana, antes de que el timbre sonase, y saludaba a todo el que pasaba con su ya mítico «Buenas noches».

Me indicó con señas que me acercase. Hacía dos años que no me daba clase, dos años desde que yo le entregara mi último texto. Me preguntó si seguía escribiendo. Le respondí que sí. Pareció satisfecho.

—No se olvide de mí cuando sea famoso, ¿eh?

Me alejé de él y de sus lecciones, de aquel mundo de realidad y ficción. Aún hoy sigo intentándolo. Merecerle. Llamarle.

#MiMejorMaestro, enero de 2021


lunes, 4 de enero de 2021

Los cansados ojos

Don Marcelo se imaginaba que seguíamos siendo unos críos. Aún lo recuerdo en su sofá inmenso, con la copita de ojén para abrir boca, contándonos lo que sucedió aquellas Navidades como si de una guerra mundial se tratase. Claro que nadie le creía.

La casa del pueblo se situaba a apenas dos pasos del caño, o, como él lo llamaba, el mentidero oficial. Era ésta un edificio de una planta, semioculta entre dos casas más grandes, con patio interior y jardín a la entrada que, por aquellas fechas, no tenía rincón que no estuviese cubierto de nieve. Como cada año, don Marcelo nos esperaba en la puerta con su habitual sonrisa ladeada, con las zapatillas de estar por casa, los calcetines de lana con estampados de frutas y el gorro de Papá Noel cayéndole sobre la oreja derecha.

Así era don Marcelo.

Tras los obligados saludos, los mayores nos daban permiso, a mis primos y a mí, para corretear por la casa. Jugábamos a los piratas, a escondernos en las habitaciones que se mantenían cerradas y a dispararnos con el dedo; también a hacer muñecos de nieve en el patio, ya que las semanas anteriores no se limpiaba para que hubiese varios centímetros de nieve.

Extasiados, hambrientos, llegaba la hora de entrar al salón y descansar antes de la comida. La pieza tiraba, en gran medida, a anticuada, con su televisor, grande y curvo, que tanto gustaba otrora, con su rúter que ya no servía a nuestros dispositivos pero que el anciano se resistía a cambiar, con sus decenas de libros y revistas en las estanterías; y es que sólo había que mirar a don Marcelo para comprender que aquel lugar había quedado estancado en el pasado. Ya he dicho que él estaba siempre sentado en un gran sillón, y daba la impresión de que en cualquier momento le iba a engullir. Mientras los mayores disponían la mesa y preparaban la comida, no teníamos más remedio que escucharlo. Entonces sonreía. Y empezaba a hablar sobre aquellas Navidades.

Se inclinaba hacia nosotros y nos preguntaba si conocíamos la historia, lo que pasó. Aunque respondíamos que cada año la escuchábamos, él la contaba de todos modos. Como digo, se pensaba que seguíamos siendo unos críos, que nos seguía asustando con lo de que los romanos de Herodes querían matarlo, a él y a todos. Que la humanidad estuvo al borde de la extinción, decía. Que les obligaban a separarse y les prohibían besarse. Que los soldados, si te cogían, hacían los imposible porque no respirases, porque jamás saboreases otra comida ni vieses a tus seres queridos. Que les tuvieron encerrados tres meses en casa, pues la calle era un polvorín; que les impusieron normas, fases, restricciones, suspendieron fiestas y risas. Que los políticos mentían, ¡mentían!, con su mejor sonrisa, y al llegar a casa se tiraban de los pelos, sin saber cómo solucionar aquel golpe de estado. Les dijeron que si no llevabas mascarilla eras un apestado, y lo peor de todo es que tenían razón. Entonces don Marcelo señalaba al nacimiento, y nos explicaba que durante aquellos años puso papelitos, simulando dichas mascarillas, a cada pastor y mercader; a José, María y el niño, no, porque eran convivientes. Ése era el único instante en que se permitía una leve carcajada. Después volvía a encerrarse en su sonrisa enigmática.

En el pueblo había muerto mucha gente, contaba apesadumbrado. La mayoría. Por aquel entonces no te podías fiar de nadie, ni nadie se podía fiar de ti: los romanos de Herodes se ocuparon de ello. Decía que durante mucho tiempo le estuvieron persiguiendo, y se había escapado siempre por los pelos. Caían a su alrededor amigos y vecinos, le acorralaban un poco más cada día. Fue cuestión de tiempo que le cogieran a él también.

—Los soldados vinieron una mañana como ésta. Y supe que era Navidad.

Don Marcelo, que nunca se habría rendido aun estando ya muerto, luchó. Vaya que si luché, aseguraba con la voz cogida.

—Finalmente me dejaron en paz. Pero a qué precio…

En ese momento los mayores anunciaban que la mesa estaba lista, y los primos y yo corríamos a sentarnos. Él se quedaba un rato más en el sillón, ensimismado en sus batallitas, en por qué no nos había arrancado ni un suspiro —no nos culpen, habíamos crecido—. Al poco venía y se olvidaba, o eso daba a entender.

Cuando caía la tarde, un par de horas antes del anochecer, salíamos a pasear por el pueblo, prácticamente desierto. Nos guiábamos por don Marcelo, que con pasitos cortos y alegres caminaba por el caño, el Rincón, la lechera, la pista de fútbol y, por último, el cementerio.

Allí, los mayores nos hacían detenernos. El anciano, tras volver tímidamente la cabeza hacia nosotros, se adentraba en el camposanto de paredes desconchadas y verja chirriante. Yo lo veía alejarse, con el amarillento pompón del gorro navideño meciéndose al son de su pasos, con los hombros echados hacia delante y la espalda encogida.

Recuerdo que uno de aquellos años corrí hacia él, sin escuchar las reprimendas a mi espalda. Al llegar a su lado le cogí de la mano. Él no pareció sorprendido, como si estuviera esperando aquello. Se agachó y me dijo al oído:

—Sabía que tú me creerías.

No le entendí hasta llegar a la tumba. Entonces no me hizo falta ni preguntar. La última Navidad de don Marcelo estaba allí. La derrota detrás de cada victoria. Le miré de refilón y vi los cansados ojos del que ha vivido una (demasiada) guerra, la sonrisa enigmática que encerraba miles de cuentos.

De vuelta en casa, nos reunió a mis primos y a mí, y nos preguntó qué historia queríamos escuchar ahora. Siempre nevaba en ese pueblo, y supongo que, al fin y al cabo, era mi abuelo el más crío de nosotros.