lunes, 4 de enero de 2021

Los cansados ojos

Don Marcelo se imaginaba que seguíamos siendo unos críos. Aún lo recuerdo en su sofá inmenso, con la copita de ojén para abrir boca, contándonos lo que sucedió aquellas Navidades como si de una guerra mundial se tratase. Claro que nadie le creía.

La casa del pueblo se situaba a apenas dos pasos del caño, o, como él lo llamaba, el mentidero oficial. Era ésta un edificio de una planta, semioculta entre dos casas más grandes, con patio interior y jardín a la entrada que, por aquellas fechas, no tenía rincón que no estuviese cubierto de nieve. Como cada año, don Marcelo nos esperaba en la puerta con su habitual sonrisa ladeada, con las zapatillas de estar por casa, los calcetines de lana con estampados de frutas y el gorro de Papá Noel cayéndole sobre la oreja derecha.

Así era don Marcelo.

Tras los obligados saludos, los mayores nos daban permiso, a mis primos y a mí, para corretear por la casa. Jugábamos a los piratas, a escondernos en las habitaciones que se mantenían cerradas y a dispararnos con el dedo; también a hacer muñecos de nieve en el patio, ya que las semanas anteriores no se limpiaba para que hubiese varios centímetros de nieve.

Extasiados, hambrientos, llegaba la hora de entrar al salón y descansar antes de la comida. La pieza tiraba, en gran medida, a anticuada, con su televisor, grande y curvo, que tanto gustaba otrora, con su rúter que ya no servía a nuestros dispositivos pero que el anciano se resistía a cambiar, con sus decenas de libros y revistas en las estanterías; y es que sólo había que mirar a don Marcelo para comprender que aquel lugar había quedado estancado en el pasado. Ya he dicho que él estaba siempre sentado en un gran sillón, y daba la impresión de que en cualquier momento le iba a engullir. Mientras los mayores disponían la mesa y preparaban la comida, no teníamos más remedio que escucharlo. Entonces sonreía. Y empezaba a hablar sobre aquellas Navidades.

Se inclinaba hacia nosotros y nos preguntaba si conocíamos la historia, lo que pasó. Aunque respondíamos que cada año la escuchábamos, él la contaba de todos modos. Como digo, se pensaba que seguíamos siendo unos críos, que nos seguía asustando con lo de que los romanos de Herodes querían matarlo, a él y a todos. Que la humanidad estuvo al borde de la extinción, decía. Que les obligaban a separarse y les prohibían besarse. Que los soldados, si te cogían, hacían los imposible porque no respirases, porque jamás saboreases otra comida ni vieses a tus seres queridos. Que les tuvieron encerrados tres meses en casa, pues la calle era un polvorín; que les impusieron normas, fases, restricciones, suspendieron fiestas y risas. Que los políticos mentían, ¡mentían!, con su mejor sonrisa, y al llegar a casa se tiraban de los pelos, sin saber cómo solucionar aquel golpe de estado. Les dijeron que si no llevabas mascarilla eras un apestado, y lo peor de todo es que tenían razón. Entonces don Marcelo señalaba al nacimiento, y nos explicaba que durante aquellos años puso papelitos, simulando dichas mascarillas, a cada pastor y mercader; a José, María y el niño, no, porque eran convivientes. Ése era el único instante en que se permitía una leve carcajada. Después volvía a encerrarse en su sonrisa enigmática.

En el pueblo había muerto mucha gente, contaba apesadumbrado. La mayoría. Por aquel entonces no te podías fiar de nadie, ni nadie se podía fiar de ti: los romanos de Herodes se ocuparon de ello. Decía que durante mucho tiempo le estuvieron persiguiendo, y se había escapado siempre por los pelos. Caían a su alrededor amigos y vecinos, le acorralaban un poco más cada día. Fue cuestión de tiempo que le cogieran a él también.

—Los soldados vinieron una mañana como ésta. Y supe que era Navidad.

Don Marcelo, que nunca se habría rendido aun estando ya muerto, luchó. Vaya que si luché, aseguraba con la voz cogida.

—Finalmente me dejaron en paz. Pero a qué precio…

En ese momento los mayores anunciaban que la mesa estaba lista, y los primos y yo corríamos a sentarnos. Él se quedaba un rato más en el sillón, ensimismado en sus batallitas, en por qué no nos había arrancado ni un suspiro —no nos culpen, habíamos crecido—. Al poco venía y se olvidaba, o eso daba a entender.

Cuando caía la tarde, un par de horas antes del anochecer, salíamos a pasear por el pueblo, prácticamente desierto. Nos guiábamos por don Marcelo, que con pasitos cortos y alegres caminaba por el caño, el Rincón, la lechera, la pista de fútbol y, por último, el cementerio.

Allí, los mayores nos hacían detenernos. El anciano, tras volver tímidamente la cabeza hacia nosotros, se adentraba en el camposanto de paredes desconchadas y verja chirriante. Yo lo veía alejarse, con el amarillento pompón del gorro navideño meciéndose al son de su pasos, con los hombros echados hacia delante y la espalda encogida.

Recuerdo que uno de aquellos años corrí hacia él, sin escuchar las reprimendas a mi espalda. Al llegar a su lado le cogí de la mano. Él no pareció sorprendido, como si estuviera esperando aquello. Se agachó y me dijo al oído:

—Sabía que tú me creerías.

No le entendí hasta llegar a la tumba. Entonces no me hizo falta ni preguntar. La última Navidad de don Marcelo estaba allí. La derrota detrás de cada victoria. Le miré de refilón y vi los cansados ojos del que ha vivido una (demasiada) guerra, la sonrisa enigmática que encerraba miles de cuentos.

De vuelta en casa, nos reunió a mis primos y a mí, y nos preguntó qué historia queríamos escuchar ahora. Siempre nevaba en ese pueblo, y supongo que, al fin y al cabo, era mi abuelo el más crío de nosotros.



2 comentarios:

  1. Muy bueno, estaba revisando algún otro relato de los participantes y encontré el tuyo.
    Un abrazo,
    Héctor Peña.

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    1. Hola, Héctor:
      Muchas gracias por tu comentario y tu apoyo. Me alegro de que te haya gustado.
      ¡Saludos y salud!

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