miércoles, 20 de abril de 2022

El nombre del viento

En 2017 cambió mi vida. Creo que fue en un autobús, a la vuelta del instituto. Recuerdo que mi amigo me dijo, yo le escuché, y cuando llegó el fin de semana lo estuve buscando en una biblioteca cercana. Ahí estaba, gracias a Dios, El nombre del viento de Patrick Rothfuss. Luego, cuando mi casa se quedó en silencio (en un silencio triple), lo abrí. Quién era Kvothe, que quería contarme su pasado. En qué mundo se encontraba, en qué mundo estaba apunto de adentrarme yo. Pero sobre todo por qué. Por qué si hasta entonces mi carrera literaria se resumía en los de Rowling, los juveniles de Ruiz Zafón y un par de Reverte. Por qué si lo único que se dibujaba en el horizonte de mis quince años era la Play, las redes sociales y el fútbol, sobre todo el fútbol.
    No tenía ningún motivo para hacerlo y sin embargo leí, leí como nunca lo he vuelto hacer, leí hasta que salió el sol y me di cuenta de que, a partir de entonces, la realidad me sabría a poco. De que estaba condenado, perdido para siempre. Y menos mal.
    La novela me presentaba a un hombre roto, un hombre que llegó a tenerlo todo, a amar a las mujeres más hermosas, a cabalgar por los lugares más recónditos del mundo y de la mente; un hombre del que no quedaba más que la leyenda. Partiendo de aquí, y con la ayuda de un copista que le reconoce en una pequeña posada, el asesino de reyes se dispone a contar su vida por última vez, quizás con el objetivo de redimirse.
    Es así como, recogiendo lo mejor de la tradición juglaresca, el universo de la fantasía y las novelas de caballerías, Rothfuss nos regala una historia modernísima. El protagonista se aleja de todo héroe clásico, pues al contrario que ellos Kvothe es un chico que duda, que se equivoca las más de las veces, que habla cuando no tiene que hacerlo y que, en muchas ocasiones, se siente abrumado por todo lo que le rodea. Un chico que, en realidad, podría ser cualquiera de nosotros. Y de hecho lo fue muchas de esas noches cuando, aun siendo consciente de que llegaría al final, no era capaz de bajar el libro y abandonar el universo que se construía en mi imaginación.
    Pero no sé definirlo, me es imposible. Pasa lo mismo con las buenas películas: sabes el argumento, eres capaz de describir escenas y personajes, pero en el fondo sabes que nunca podrás explicar lo que de verdad es, que cualquier explicación está condenada al fracaso porque lo que has visto ni es thriller ni drama ni comedia, o sí. Pues El nombre del viento no es una novela fantástica, no es biográfica, de aventuras, picaresca, de misterio, mucho menos romántica (qué horror, qué horror). Es todo eso, sí, pero también mucho más. Y lo mejor es que cada vez que vuelvo a sus páginas, cada vez que me siento entre el público del Eolio o recorro las calles de Tarbean, cada vez que busco a Denna o aprendo una lección más en la Universidad, descubro niveles nuevos, capas en las que nunca antes me había fijado. Puede que sea pretencioso decirlo, pero el libro crece conmigo, se transforma y me transforma a mí. Y supongo que por eso, cinco años de incesante literatura después, sigo nombrándolo entre mis novelas favoritas.
    Sobre todo porque me hizo descubrir el verdadero poder de las palabras, de las historias bien contadas. En el mundo de Kvothe hay algo llamado simpatía, una especie de magia cuyos mecanismos vamos descubriendo a medida que la historia avanza. Es la magia del lenguaje. No del creado por los hombres sino el lenguaje de la naturaleza, el verdadero nombre de las cosas. Sólo quien lo conozca y lo entienda puede despertar su ser. Rothfuss, siguiendo su propio juego, nos propone una narrativa cargada de belleza, medida al milímetro. Algo así como le mot juste de Flaubert. Nada de descripciones pesadas ni párrafos complejos: lo que predomina es la claridad, la calidez, la música en cada una de las palabras.
    Pero una palabra no es más que la representación de un fuego. Un nombre es el fuego en sí. En todo lo que he leído después lo he visto, en todo lo que he escrito lo he intentado. No basta juntar frases, la mera concatenación. Para hacer llorar y reír, excitar y palidecer, para sorprender al impasible y atemorizar al hombre sabio hace falta algo más, hace falta encontrar el nombre del viento. Esa es la magia de la literatura, lo único que, desde aquellas noches de insomnio, tengo claro que quiero perseguir durante el resto de mi vida.
    Él mismo lo dice en la dedicatoria, el que quiere algo debe tomarse su tiempo y hacerlo bien. Por eso tardó cuatro años en publicar la segunda parte (cuyas 1200 páginas devoré en una semana), y la tercera, once años después, sigue sin ver la luz. Porque no siempre es fácil llamar al viento (que se lo digan a Kvothe). Y lo comprendo. Y lo espero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario