miércoles, 5 de enero de 2022

IMPACTO

El copiloto dormitaba hasta que se escuchó el ruido. La cabina tembló bruscamente. No fueron más de un par de segundos, pero bastó para que el capitán y él se mirasen fijamente, con el rostro desencajado. Ninguno habló. La palabra que ambos tenían en la punta de la lengua era casi una blasfemia en la jerga, tenía una resonancia a maldición: impacto.

De pronto, tras el ventanal frente a ellos, una sombra cruzó el cielo nocturno. Era un cuerpo enorme y alargado que parecía unirse por el final a una especie de compartimento más grande y robusto. Su trayectoria era descendente, parecía caer en picado. Y antes de que se perdiese en el denso mar de nubes que los focos del avión apenas conseguían arañar, la luz lo iluminó lo suficiente para que los dos pilotos lo distinguieran.

—¡Hemos atropellado al gordo! —gritó el copiloto.

El capitán no daba crédito. Cuando por fin reaccionó no lo hizo como se esperaría de alguien que lleva veinte años en el oficio. Con movimientos nerviosos se puso a tocar todos los botones de la cabina de mando al azar, como si con aquello consiguiese ordenar sus pensamientos. Luego levantó una de sus manazas y se la pasó por la cara. También él había estado a punto de dormirse momentos antes. Era un vuelo comercial de hora y media, no se esperaban sobresaltos.

—Eso no es posible —se limitó a comentar.

Su compañero se levantó y empezó a dar vueltas por la estancia.

—Lo has visto tan bien como yo, ¿o no?

—No…, no sé lo que he visto.

El copiloto emitió una carcajada.

—Venga, hombre, no me seas ingenuo. Nos hemos cargado al gordo.

—Deja de llamarle gordo —exclamó el capitán, irritado—. ¿Por qué le llamas así?

A toda respuesta, el otro se encogió de hombros. Entonces sonó un pequeño teléfono que el capitán tenía a mano izquierda. Lo cogió y se puso a hablar con el personal del vuelo. Poco después colgó, masculló algo y se dirigió al copiloto.

—La gente está muy nerviosa.

—Lo que faltaba, macho —dijo el otro mirando a la puerta de la cabina como si pudiese ver a los pasajeros tras ella—. Tenía que pasar algo esta noche. Si es que se veía venir, hombre, se veía venir… Mira que se lo hemos dicho veces, ¿eh? Pero nada, él todo risas y alegría y felices fiestas. ¡Pues ala!

—¡No sabemos si ha sido él! —el capitán dijo la última palabra con cierto temor.

—¿Quieres dejar eso ya? Sabes perfectamente que sí.

—Pero… es imposible —musitó—. Está informado de todas las rutas de tránsito.

—Igual se ha perdido, con tanta niebla —aventuró el copiloto—. Vete a saber. Yo sólo digo que se piensa que el cielo es suyo, y no, las cosas no son así. Estaba claro que algún día le iba a pasar algo. Lo malo es que nos haya tocado a nosotros. ¿Tú sabes el papeleo que vamos a tener que rellenar?

El capitán se hacía una idea. Hubo un mutis, y el copiloto aprovechó para volver a su asiento. Tras abrocharse el cinturón, se acomodó como buenamente pudo y cerró los ojos.

—¡¿Qué estás haciendo?! —le gritó el capitán.

El otro dio un respingo.

—¿Hmm?

—¿Acabamos de cargarnos la Navidad y te quedas tan pancho?

—Mira, lo siento, pero no sé qué más podemos hacer. Yo sólo quiero llegar a mi casa y echarme en la cama.

—Echarse en la cama —repitió el capitán, incrédulo—. ¡Si estamos a veinticuatro de diciembre!

—Bueno, ¿y qué?

—Pues que en Navidad se cena con la familia. ¿Tú no?

El copiloto hizo un gesto ambiguo con la mano.

—Hace años que no hablo con ellos.

—Vaya, lo siento… —se disculpó el capitán, de pronto avergonzado. Habían coincidido en decenas de vuelos su compañero y él, sobre todo en aquella ruta, pero la conversación nunca pasaba de meras formalidades. No se solía hablar de temas personales en aquel oficio.

—Bah, no tiene importancia.

El copiloto parecía querer dejar la conversación ahí, pero el capitán no iba a permitir que se durmiese. Entonces le asaltó el malestar. Poco a poco, empezaba a ver claramente las consecuencias de lo que acababa de ocurrir.

—Dios mío, ¿qué le vamos a decir a los pasajeros? ¿Y a control? ¿Y al mundo? ¿Cómo le decimos al maldito mundo que hemos matado a...?

—¿Tienes hijos? —le cortó de pronto el otro, todavía recostado en su asiento.

—Sí. Dos niñas.

—Pobre —comentó el copiloto—. Pues empieza por ahí, qué les vas a decir a ellas. 

En ese momento inundó la cabina un ruido ensordecedor, mucho más agudo que el anterior. Ambos se agarraron a sus cinturones, preparados para otro posible impacto. No se produjo, sin embargo, ningún golpe, y cuando el sonido se apagó oyeron claramente los gritos de los pasajeros, al otro lado de la puerta. El teléfono del capitán sonó por segunda vez. Pulsó un botón para activar el manos libres.

—Aquí el capitán.

—¡Señor, señor! —dijo una de las azafatas—. Ha sido maravilloso. ¡Oh, feliz Navidad!

—A ver, tranquilízate —aconsejó el capitán, aunque su voz temblaba mucho más que la de la chica—. ¿Qué sucede?

—¡Cómo! ¿No lo han visto? Ha pasado por debajo del avión. ¡Ha pasado! La gente está eufórica de la alegría. ¡Feliz Navidad!

—¿Quién ha pasado?

—¡Papá Noel! Ha pasado rapidísimo con su trineo. Me encanta este trabajo. ¡Feliz Navidad!

El capitán colgó y dio un largo suspiro de alivio antes de mirar a su compañero. Éste había cerrado los ojos. En su rostro se intuía una expresión de fastidio.

—Encima ahora se chulea, el gordo —gruñó—. Bueno, papeleo que nos ahorramos.

Luego no dijo nada más.

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