Los golpes sonaron contundentes, demasiado fuertes para que los hubieran dado los niños, que tenían la costumbre de picar un par de veces y salir escopetados calle abajo. El cura se aproximó a la entrada de la abadía y abrió el portón de roble con timidez.
Abel,
el profesor del pueblo, cayó a sus pies. Estaba empapado de sudor y su
respiración era entrecortada. Cuando levantó la cabeza, el cura vio la
desesperación en sus ojos.
—¡Insensato!
¿Qué haces aquí?
Al
maestro le costó un rato articular palabra.
—Vengo
a hablar con usted, padre.
—¿Es
que te has vuelto loco?
—Sólo
serán dos minutos. Luego me iré, se lo prometo.
Se
puso en pie y, con el andar de un animal herido, se acercó a uno de los bancos
para dejarse caer, exhausto. El cura le miraba con recelo y temor.
—Tú
dirás.
—Esto
se ha ido de las manos, padre. ¿No le parece?
—A
mí no me parece ni me deja de parecer nada.
—Perdone,
pero no me lo creo.
—¿A
qué has venido?
—No
me lo creo padre, sé cómo es usted.
—Ah,
¿sí? ¿Y cómo soy?
—Buena
persona.
La
risa del cura rompió la silenciosa paz de la abadía.
—Te
agradezco el cumplido, pero no veo qué tiene eso que ver.
—Tiene
mucho que ver. Ayer le vi enfrentándose a ellos, cuando lo del Rafa.
—¿Y?
—Que
también usted piensa que esto está mal.
—Yo
aquí…
—Ni
pincha ni corta. Ya lo sé, padre, pero reconozca que es una locura.
—Vi
nacer al Rafa. Lo crie. Lo casé. Él jamás levantó un dedo contra nadie.
—Y
aun así lo mataron, delante de todos.
—Sí,
aun así lo mataron…
El
cura bajó la vista. Su voz era un murmullo.
—He
venido a que me haga un favor, nada más.
—¿Un
favor? Hazte un favor a ti mismo y entrégate, hijo. Si no va a ser peor.
—Sabe
que no voy a hacer eso.
—¿Entonces?
—Vengo
a pedirle que, por lo que más quiera, eduque bien a esos rapaces.
—¿Cómo?
—Ya
me ha oído.
—¡Que
los eduque bien! ¿No es lo que llevaba haciendo toda mi vida hasta que tú
llegaste y me quitaste del medio?
—Yo
no le quité del medio, padre. Ya sabe cómo son las cosas, yo tampoco pincho ni
corto en estos temas. Me enviaron aquí con un paquete de libros y una carta. No
es mi culpa.
—¿Acaso
ahora es la mía? ¿Es mi culpa?
—No,
claro que no. Pero usted es el único que puede hacer algo por ellos. Soy
consciente de lo mucho que le quieren esos niños. Cada día, en clase, me lo
recuerdan.
El
cura, tras escucharlo, miró al profesor con sorpresa.
—¿De
verdad?
—Claro
que sí. Dicen que era usted un poco duro en el aula, pero que en el fondo tiene
un buen corazón. Creo que alguno sigue siendo monaguillo suyo, ¿no?
El
otro asiente.
—Antes
de empezar la misa, cuando se están vistiendo, hablan maravillas de ti. Que les
enseñas las cuatro reglas de una manera divertida, que les haces escribir
historias, que algunas veces dais la lección en el campo… Yo, al principio, no
aprobaba esos métodos, y con el tiempo me he dado cuenta de que era por envidia.
—Lo
entiendo, padre.
—No
me imaginaba que siguieran acordándose de mí.
—Todos
le quieren y le respetan, téngalo claro. Y yo también. Muchísimo. Por eso le ruego
que los enseñe bien. Esos niños son mi vida.
—Y
la mía, hijo, y la mía… ¿Qué quieres que haga?
—Quiero
que les enseñe la palabra libertad, nada más que eso. Que les enseñe a pensar
por ellos mismos, que les guie por el camino correcto. No tardarán en ponerle
de nuevo como maestro y, tal y como están las cosas, lo que le pido no le va a
resultar tarea fácil.
—Sólo
soy un cura…
—Todo
el pueblo le tiene cariño. Nadie dudará un segundo de usted.
—A
ti también te quieren, desde el primer día que llegaste.
—A
mí me odiarán en cuanto cruce esa puerta, ya han empezado a hacerlo. Y no les
culpo. Por eso acudo a usted. Es el único que puede salvar a esos rapaces de la
ignorancia y el odio, lo cual viene siendo lo mismo.
—Me
sorprende que hables en términos cristianos tú, que ni siquiera crees en Dios.
La
sonrisa en los labios de Abel es triste.
—Sí
que creo en Dios.
—¿Lo
dices en serio?
—Con
todo mi corazón.
—¿Y
cómo es que en los cinco años que llevas aquí no has acudido ni un solo domingo
a misa?
—Hay
cosas difíciles de explicar.
Se
hace un silencio entre los dos. Al poco, el joven profesor se levanta del banco
y se coloca bien la chaqueta. El cura se acerca al portón, consciente de que
aquella reunión debe llegar a su fin.
—Tengo
miedo, padre.
El
otro no sabe qué contestar. También él está aterrado.
—Evita
el ayuntamiento, será mejor que salgas por donde los huertos.
—Yo
sólo quería educar a esos chicos, nada más…
—Ya
lo sé.
Antes
de que el cura abra, Abel le mira.
—Me
gustaría pedirle un último favor.
—Lo
que sea, hijo, lo que sea.
—Quisiera
confesarme.
—Hijo…
El
domingo siguiente, casi todo el pueblo acudió al sermón. El señor cura habló de
la patria, de la familia, de la unión… Pero sobre todo habló de la libertad.
Algunos, al oírlo, no pudieron evitar pensar en el maestro Abel, a quien nadie
había vuelto a ver.
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