La
mujer me mira desde todas partes. Se queda muy quieta, casi inmortal. Tiene,
creo, un perfil griego, si es que eso significa algo y se parece a su perfil.
De todas formas está sentada con la espalda rectísima, el mentón altivo, el
pecho dibujado débilmente bajo el camisón. De pronto cruza los brazos en señal
de renuncia; ha echado los hombros hacia delante y aprieta mucho los labios,
como tratando de no llorar, de defenderse. Me recuerda a un torreón contra las
olas, a un castillo con todas sus armas dispuestas, esperando una señal. Pero
poco después se derrumba. Parece cansada, rota tras una batalla terrible, muy
lejana. Con un movimiento ligero separa los brazos y los tiende en mi dirección,
invitándome no sé a dónde, resignada, decidida por fin.
Es cierto que a veces no es a mí, que mira
a otro. Nuestros ojos se cruzan por un instante pero yo siento su indiferencia
traspasándome, hiriendo como una lanza ennegrecida. Es cierto que cuando besa,
besa a otro, que ama y odia y ríe por él, que se echa la mano a la cara y
quiere decir venganza, guerra, vergüenza, las cejas muy levantadas. Preciosa.
Pero no es por mí. Me da miedo por eso, a veces. Me la imagino entre mis manos
y le digo qué ha pasado, cuéntame. Pero le sobrepasa una furia inmensa, antigua,
y quién soy yo para romper eso, para ponerme de repente en el medio de su
dolor, tan torpe y diminuto frente a ella. Lo veo en sus ojos, cuando me mira y
no, tan infantil que hasta me da vértigo pensar en la tormenta que desatará,
que será la última.
Los días buenos es peor, cuando no
entramos en ese eclipse de palabras arrojadas, de gritos de pobre vecino el que
nos oiga, porque entonces se hace paso el silencio, y reina la paz, y la duda.
Entonces es cuando más nos amamos, lo sabes, cuando me observas cruzada de
brazos desde el balcón y piensas en cómo matarme, o en matarte tú, en cuántos
metros habrá hasta el suelo. Por ahora te basta con echarme el humo a la cara,
con negarme la visión de tu rostro un instante, como si me advirtieras de que
te tengo que dar las gracias, de que al final has decidido que mantenernos con
vida es lo más cruel, definitivamente lo mejor.
Ha crecido tanto con mirarla. Es detenerme
delante de ella y saber todo de su vida, de repente, aunque duela. Recuerdo
cuando sonreía sin querer, es decir cuando sonreía de verdad. Le había comprado
unos pendientes nuevos y se los había dado ahí, frente al mar. Yo no, claro. El
otro. Yo me tengo que conformar con el recuerdo de esa risa abierta, imaginarme
qué le habría dicho para que lo atrajese hacia sí y lo besara, qué más da si se
perdían el atardecer, el rayo verde que jamás habían visto pero hoy sí, te lo
prometo, hoy es diferente, hoy estamos solos tú y yo.
Además eso no es verdad, aunque lo sea,
aunque quiera con todas mis fuerzas que lo sea. Porque al final yo siempre
estoy ahí, les dibujo a través del espejo lo quieran o no, les imagino para su
pesar a los dos. Pero sobre todo a ella. Porque en el fondo creo que es así,
que todo esto habla mucho más de la mujer que mira.
Si no por qué me invitaría a entrar en su
dormitorio, a contemplarla justo cuando se está ajustando el corsé, se lo aprieta
demasiado, como si quisiera decirme algo, castigando a quién. Si no por qué la noto
rodeándome la cintura, susurrándome al oído písale, por lo que más quieras
písale hasta que se te caigan las manos y los pies y la ciudad ya no se vea y
no exista y no haya existido jamás. Por qué me esperaría siempre en el mismo
café, siempre la misma noche. Por qué me dio a luz y me arrulla, y me duermo.
La mujer temblaba esta mañana. He pasado
por su lado y lo he sentido, casi como un puñal de hielo. Hay veces en que la
mujer parece muchas mujeres. Hoy estaban todas heladas. Suelo agachar la cabeza
y decirles que esperen; ellas lo entienden, este lugar está repleto y además
hay tantos hombres y mujeres con los que hablar. Han aprendido a ser pacientes,
y se lo agradezco. Pero no he podido evitarlo. Las he llamado y estaban como
idas, terriblemente asustadas. Normalmente me cuentan historias increíbles,
secretos enormes, alguna verdad. Empiezan a hablar como si les fuera la vida en
ello y se detienen sólo para aclararse la garganta y suspirar. Hoy callaban. De
pronto, me han parecido vacías. Ninguna me miraba. Habían olvidado sus amores y
sus derrotas, los nombres y los recuerdos que las imagino. Han tardado, pero al
final me han confesado que estaban buscando a alguien. Al otro, claro, cómo no.
Han asentido, muy graves. Me han dicho que yo también temblaba. La mujer es
demasiadas mujeres. Esperan que diga, que invente algo como siempre. Me he
encogido de hombros y he balbuceado que tenemos que seguir. Sé que no las he
convencido, pero es lo que hay. Han vuelto al lugar repleto, seguro que
odiándome. No las culpo. Allí, entre tanta gente, entre tanta imagen, vuelven a
ser una sola. La mujer que tiembla, que busca a Javier.